Читаем Retorno de las estrellas полностью

— Nada, gracias — repuso. Se parecía más a un mueble que a un muñeco. Tenía un único ojo redondo, de cristal. Algo se movía en su interior y no pude evitar mirarle el vientre. Ni siquiera había que dar propina. Dudé de si me comprendería si le preguntaba por un periódico. Tal vez ya no existían, por lo que me fui con la idea de hacer algunas compras. Lo primero que vi fue una agencia de viajes; sentí una inspiración y entré.

La gran sala plateada con consolas de color esmeralda — empezaba a estar harto de estos colores — estaba casi vacía. Cristales esmerilados, enormes fotos en color del Cañón del Colorado, el Cráter de Arquímedes, las rocas de Deimos, Palm Beach, Florida: todo estaba hecho de modo que parecía verse el fondo, incluso las olas se movían, como si no fueran fotos sino ventanas abiertas a un espacio real.

Me dirigí a la ventanilla con la leyenda: TIERRA.

Allí, naturalmente, había un robot. Esta vez, dorado. O mejor dicho, bañado en oro.

— ¿En qué puedo servirle?

Tenía una voz profunda. Cerré los ojos y habría podido jurar que me hablaba un hombre grueso, de cabellos oscuros.

— Me gustaría algo primitivo — dije —. Acabo de llegar de un largo viaje, de un larguísimo viaje, y no deseo confort excesivo. Querría tranquilidad, árboles, agua; también podrían ser montañas. Pero deseo algo primitivo y anticuado. Como hace cien años. ¿Tienen algo así?

— Si usted lo desea, debemos tenerlo. Montañas Rocosas. Fort Plum. Mallorca. Las Antillas.

— Más cerca — dije —. A unos… mil kilómetros de distancia, más o menos.

— Klavestra.

— ¿Dónde está eso?

Observé que podía hablar perfectamente con los robots. No se maravillaban de nada. Un invento muy sensato.

— Es un viejo poblado minero próximo al Pacífico. Minas sin explotar desde hace unos cuatrocientos años. Excursiones muy interesantes por las galerías subterráneas. Cómodas comunicaciones en ulder y glider. Sanatorios con atención médica, villas de alquiler con jardín, piscina, estabilización climática; el centro local de nuestra agencia organiza toda clase de diversiones, excursiones, juegos, veladas. Hay real, mut y stereon.

— Sí, tal vez me convendría algo así — opiné —. Una villa con jardín. Y además agua. Una piscina, ¿puede ser?

— Por supuesto, señor. Piscina con trampolines, lagos artificiales con grutas subacuáticas, un centro magnífico, provisto de todos los equipos para bucear, espectáculos subacuáticos…

— Dejemos estos espectáculos. ¿Cuánto cuesta?

— Cien iten al mes. Pero si la comparte con otra persona, solamente cuarenta.

— ¿Compartirla?

— Las villas son muy espaciosas, señor. De doce a dieciocho habitaciones: servicio automático, cocina individual, comidas locales o exóticas a elección…

— Ya. En tal caso, quizá…; está bien. Me llamo Bregg. La tomaré. ¿Cómo se llama ese lugar? ¿Klavestra? ¿Pago ahora?

— Como desee.

Le alargué el kalster.

Entonces resultó que yo ignoraba que nadie más que yo podía poner en movimiento el kalster. El robot, naturalmente, tampoco se extrañó de esta ignorancia mía. Los robots empezaban a gustarme cada vez más. Me enseñó qué debía hacer para que del centro sólo cayera una ficha con el correspondiente número impreso. El número de la ventanita que había encima y que indicaba el estado de la cuenta disminuyó en la misma cantidad.

— ¿Cuándo puedo marcharme?

— Cuando lo desee. A cualquier hora.

— Pero… pero… ¿con quién compartiré la villa?

— Con los Marger. Una pareja.

— ¿Puedo saber qué clase de gente son?

— Sólo puedo decirle que se trata de un matrimonio joven.

— Hum. ¿No les estorbaré?

— No, porque está por alquilar la mitad de la villa. Usted ocupará todo un piso.

— Bien. ¿Cómo he de ir?

— Lo mejor es con el ulder.

— ¿Cómo hay que hacerlo?

— Le reservaré el ulder para el día y la hora que usted prefiera.

— Entonces, le llamaré desde el hotel. ¿Es posible?

— Claro que sí. El alquiler no empezará a ser efectivo hasta que usted se instale en la villa.

Cuando salí ya tenía un plan difuso. Compraría libros y diversos artículos deportivos.

Sobre todo, libros. También tendría que suscribirme a revistas especializadas, sociología, física. Seguramente se había progresado mucho en estos cien años. Ah, y además necesitaría ropa.

Pero de nuevo algo torció mis proyectos. En la esquina, sin dar crédito a mis ojos, vi un automóvil. Un automóvil auténtico. Quizá no igual que los que recordaba: la carrocería estaba modelada en ángulos agudos. Pero era un verdadero automóvil, con neumáticos, puertas, volante, y detrás había otros modelos, tras un enorme escaparate en el que se leía en grandes letras ANTIGÜEDADES. Entré. El propietario — o vendedor — era un ser humano. «Lástima», pensé.

— ¿Puedo comprar un coche?

— Claro. ¿Cuál le gustaría?

— ¿Cuánto cuestan?

— Entre cuatrocientos y ochocientos iten.

«Un precio respetable — pensé —. Pero, bueno, por las antigüedades hay que pagar.» — ¿Y funcionan?

— Naturalmente No se pueden conducir por todas partes, ya que hay prohibiciones locales, pero en general es posible.

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