— Sí. Las canas significan edad. Ahora no encanece nadie antes de los ochenta años, Bregg, e incluso entonces es poco frecuente.
Comprendí que tenía razón; casi no había visto personas ancianas.
— ¿Y cómo es eso? — pregunté.
— Hay preparados especiales, medicamentos, que retardan las canas. También es posible recuperar el color original del cabello, aunque esto es un poco más difícil.
— Ya — dije —, pero ¿por qué me habla de este tema?
Observé que estaba indeciso.
— Las mujeres, Bregg — repuso entonces, brevemente.
Me estremecí.
— ¿Quiere decir que tengo el aspecto de un… anciano?
— De un anciano, no. más bien de un atleta…, pero al fin y al cabo, no se pasea desnudo. En especial cuando está sentado, su aspecto es…, bueno, una persona corriente le tomará por un anciano rejuvenecido. Rejuvenecido por una operación hormonal o algo similar.
— ¡Qué se le va a hacer! — concluí.
Ignoraba por qué me sentía tan fatal bajo su mirada serena. Se quitó las gafas y las" dejó sobre el escritorio. Tenía los ojos azules y un poco llorosos.
— Hay muchas cosas que no comprende, Bregg. Si tuviera que continuar siendo un asceta hasta el fin de su vida, tal vez su «¡qué se le va a hacer!» vendría a cuento, pero… esta sociedad a la que ha regresado no siente ningún entusiasmo hacia aquello por lo que usted ha sacrificado algo más que su vida.
— No hable así, doctor.
— Digo lo que pienso. Sacrificar la propia vida… ¿qué más da? La gente lo ha hecho durante siglos…, pero renunciar a todos los amigos, a los padres, parientes, conocidos, y a las mujeres… ¡Porque usted ha renunciado a ellas, Bregg!
— Doctor…
La palabra casi se me atragantó. Me apoyé con los codos sobre el viejo escritorio.
— Excluyendo a un puñado de profesionales, esto no importa a nadie, Bregg. ¿Lo sabe?
— Sí. Me lo dijeron en la Luna…, sólo que… lo expresaron con más suavidad.
Ambos guardamos silencio durante un rato.
— La sociedad a la cual ha vuelto está estabilizada. Vive tranquila. ¿Comprende? El romanticismo de los primeros vuelos espaciales ya ha pasado. Es casi una analogía de la historia de Colón. Su expedición fue algo extraordinario, pero ¿quién se interesó doscientos años después de él por los capitanes de veleros? Sobre el regreso de usted hubo una noticia de dos líneas en el real.
— Doctor, esto no significa nada.
Su compasión empezaba a ofenderme más que la indiferencia de los otros. Pero esto no podía decírselo.
— Ya lo creo que sí, Bregg, aunque usted no quiera reconocerlo. Si se tratara de otra persona, me callaría, pero a usted debo decirle la verdad. Está solo. El nombre no puede vivir solo. Sus intereses, todo aquello con lo que ha regresado, forman una pequeña isla en un océano de ignorancia. Dudo que haya muchas personas a quienes apetezca escuchar lo que usted puede contarles. Yo pertenezco a ellas, pero tengo ochenta y nueve años…
— No tengo nada que contar — repliqué, indignado —. Por lo menos, nada sensacional. No hemos descubierto ninguna civilización galáctica, y además yo era sólo un piloto. Dirigía la nave. Alguien tenía que hacerlo.
— ¿Conque sí? — dijo en voz baja, arqueando sus canosas cejas.
Exteriormente, yo estaba tranquilo, pero me dominaba una violenta cólera.
— ¡Sí, y mil veces sí! Y esta indiferencia de ahora, si le interesa saberlo, sólo me importa a causa de los que se han quedado allí…
— ¿Quién se ha quedado? — preguntó, muy sereno.
Me apacigüé.
— Muchos, Arder, Venturi, Ennesson. Doctor, ¿por qué…?
— No se lo pregunto por mera curiosidad. Créame, a mí tampoco roe gustan las palabras rimbombantes, pero esto ha sido casi como mi propia juventud. Por ustedes me he dedicado a este estudio. En nuestra inutilidad nos hemos convertido en iguales. Como es natural, usted puede no reconocerlo. No profundizaré en ello. Pero me gustaría saberlo. ¿Qué ocurrió con Arder?
— No se sabe con exactitud — repuse. De pronto, todo me daba igual. ¿Por qué no debía hablar de ello? Miré fijamente el barniz negro y astillado del escritorio. Nunca me habría imaginado que llegaríamos a esto —. Conducíamos dos sondas sobre Arturo — continué —. Perdí el contacto con él. No podía encontrarlo. La avería era de su radio, no de la mía. Volví cuando se me terminó el oxígeno.
— ¿Le esperó?
— Sí. Es decir, describí círculos en torno a Arturo. Durante seis días. Exactamente ciento cincuenta y seis horas.
— ¿Solo?
— Sí. Tuve mala suerte, porque aparecieron nuevas manchas en Arturo y perdí completamente el contacto con el Prometeo. Con mi nave. Intermitencias. Solo, sin radio, no pudo volver. Me refiero a Arder. Porque en las sondas la radiogoniometría está acoplada a la radio. Sin mí no podía volver, y no apareció. Gimma me llamó, y tenía razón. Más tarde calculé para pasar el rato las posibilidades de que yo volviera a encontrarle con el radar…; no lo recuerdo con exactitud, pero era como de una en un trillón. Espero que hiciera lo mismo que Arne Ennesson.
— ¿Qué hizo Arne Ennesson?