Читаем Retorno de las estrellas полностью

Uno de ellos se alejaba de la orilla; su negro tripulante espantaba a golpes de remo y con gritos penetrantes a los cocodrilos adormilados en el fango, semejantes a troncos, que entonces daban media vuelta y, abriendo con impotencia sus fuertes fauces, se deslizaban hasta el agua. Éramos siete los que bajábamos por la escarpada orilla. Los cuatro primeros se aposentaron en el siguiente bote, los negros clavaron los remos con visible esfuerzo y empujaron la vacilante embarcación hasta que ésta pudo girar; yo permanecí un poco rezagado, detrás de la pareja a quien debía la decisión y también el inminente viaje. En seguida apareció otro bote, de unos diez metros de eslora; los remeros negros nos gritaron algo, lucharon con la corriente y alcanzaron la orilla con gran destreza. Salíamos a la primitiva embarcación, levantando nubes de polvo que olía a madera carbonizada. El joven del fantástico traje — una piel de tigre, que representaba a un tigre entero, ya que la parte superior del cráneo de la fiera, que le colgaba por la espalda, podía servirle en un momento dado para cubrirse la cabeza — ayudó a su pareja a sentarse. Tomé asiento frente a ellos; cuando hacía un rato que navegábamos, ya no estaba seguro de haber paseado por el parque hacía pocos minutos, en plena noche. El gigantesco negro lanzaba cada dos segundos, desde la afilada proa del bote, un grito salvaje, dos hileras de espaldas relucientes se inclinaban, los remos pagaya se sumergían breve y enérgicamente en el agua, hasta que el bote rozó el fondo, se deslizó de nuevo hacia delante y de pronto llegó a la corriente principal del río.

Sentí el fuerte olor del agua cálida, del cieno y de las plantas podridas que flotaban a nuestro alrededor, muy cerca de los costados del bote, que sólo sobresalían un palmo del agua. Las orillas se alejaron; los típicos arbustos, verdes y grises, como cenicientos, desfilaban a ambos lados y de las márgenes quemadas por el sol se deslizaban a menudo los cocodrilos, semejantes a troncos resucitados. Uno de ellos se mantuvo largo rato detrás de la popa, levantando con lentitud la cabeza alargada sobre la superficie, hasta que el agua le cubrió los ojos saltones y sólo la nariz, oscura como una piedra del río, quedó rozando apenas la superficie grisácea. Bajo las espaldas de los remeros negros, que se balanceaban rítmicamente, se veían las altas oleadas del río en los lugares donde tenía que pasar sobre obstáculos subacuáticos; el negro que iba a proa emitía entonces un grito diferente, gutural, los remeros empezaban a remar con fuerza hacia un lado y todos gritaban al unísono. El bote se desviaba. Yo no habría sabido decir cuándo los tonos profundos y sordos de los negros, al reanudar el ritmo de los remos, se convertían en una canción lúgubre y monótona que acababa en un lamento y cuyo estribillo eran las furiosas oleadas del agua surcada por los remos.

Así navegábamos, como trasladados de algún modo al corazón de África, por el río gigantesco, entre las estepas de un verde grisáceo. La jungla se fue alejando poco a poco y desapareció bajo las masas temblorosas de aire caliente. El piloto negro establecía el ritmo.

En la lejanía pacían en la estepa los antílopes, y una vez pasó una manada jirafas, trotando lenta y pesadamente entre nubes de polvo. Y de improviso sentí sobre mí la mirada de la mujer y se la devolví.

Su belleza me asombró. Ya había observado antes que era bonita, pero fue una impresión pasajera que no retuvo mi atención. Ahora estaba demasiado cerca de ella para mantener mi primera apreciación: no era bonita sino sencillamente hermosa. Tenía el cabello oscuro con un brillo cobrizo, un rostro blanco, de una serenidad inimaginable, y una boca oscura e inmóvil. Me había hechizado. Hechizado no como mujer, sino más bien como esta tierra silenciada por el sol. Su belleza tenía aquella perfección que yo había temido siempre. Tal vez era consecuencia de haber vivido demasiado poco en la Tierra y pensado demasiado en ella.

En cualquier caso, ahora tenía ante mí a una de esas mujeres que parecen hechas de otro barro que los simples mortales, aunque esta mentira magnífica sólo se origina en una determinada armonía de las facciones y permanece enteramente en la superficie. Pero ¿quién piensa en esto mientras la-mira?

Sonreía sólo con los ojos; sus labios conservaban la expresión de una indiferencia burlona.

No hacia mí, sino hacia sus propios pensamientos.

Su compañero estaba sentado en uno de los bancos adosados al tronco y tenía la mano izquierda colgando sobre la borda, de modo que las puntas de los dedos tocaban el agua. Sin embargo, no miraba hacia allí, ni tampoco el panorama del África salvaje que se deslizaba ante nosotros; aburrido, como en la sala de espera del dentista, parecía eternamente apático y desinteresado.

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