Si la mujer gritó, no la oí, como tampoco podía oír nada: sentía los crujidos y chirridos del bote en todo mi cuerpo, el sentido del oído quedaba como anulado por el estruendo de la cascada; la piragua, lanzada hacia arriba por una fuerza sobrehumana, se empotró en unas rocas. Los otros dos saltaron a los peñascos inundados de agua y treparon hacia arriba, y yo les seguí.
Nos encontrábamos sobre unas peñas entre dos brazos de agua de estremecida blancura.
La margen derecha estaba bastante lejos; a la izquierda conducía un puente, anclado en las hendiduras de las rocas, suspendido muy cerca de las olas que rugían en el centro de aquella caldera infernal. El aire era helado por la niebla y las salpicaduras de agua. El puente, estrecho, sin barandillas, resbaladizo por la humedad, pendía sobre un vacío lleno de estruendo; había que poner los pies sobre las tablas podridas, que colgaban de cuerdas deshilachadas, y dar unos pasos hasta la orilla. Los otros dos se arrodillaron y dieron la impresión de pelearse acerca de quién pasaría primero. Naturalmente, no oí nada. El aire parecía endurecido por el fragor incesante.
Al fin el muchacho se levantó y me dijo algo, señalando hacia abajo. Vi la piragua: su parte desguazada bailaba sobre una ola y de pronto desapareció, absorbida por el remolino. El joven de la piel de tigre estaba ahora menos indiferente o soñoliento que al principio del viaje, pero en cambio parecía enfadado, como si hubiera venido hasta aquí contra su voluntad.
Agarró a la mujer por los hombros, y yo pensé que estaba loco: por lo visto tenía la intención de tirarla directamente al abismo de aguas atronadoras. La mujer le dijo algo; en sus ojos vi brillar la indignación. Puse una mano en el hombro de cada uno de ellos, como para indicarles que me dejaran pasar, y coloqué un pie en el puente, que se columpiaba y estremecía; avancé muy despacio, guardando el equilibrio con los hombros, y perdiéndolo un poco una o dos veces. De improviso el puente tembló de tal manera que casi me caí. Era la mujer, que sin esperar a que yo hubiera pasado, entró en el puente; por miedo de caerme, di un gran salto hacia delante, aterricé en el saliente más pronunciado de una roca y en seguida me volví.
La mujer no cruzó: volvió sobre sus pasos. El joven empezó a cruzar, asiéndola de la mano. Las misteriosas formas dé la niebla, nacida de la cascada, constituían con sus fantasmas blancos y negros el telón de fondo de sus pasos inseguros. El ya estaba muy cerca de mí; le alargué la mano, pero al mismo tiempo la mujer tropezó, y el puente empezó a oscilar. Tiré del muchacho de tal modo que antes le hubiera arrancado el brazo que permitido que se cayera; el fuerte impulso le lanzó a dos metros detrás de mí, de rodillas; pero había soltado la mano de ella.
La mujer aún estaba en el aire cuando salté, con los pies por delante; salté en dirección a las olas que rompían entre la orilla y la pared de rocas más próxima. Reflexioné sobre ello después, cuando tuve tiempo. En el fondo sabía que tanto la cascada como el viaje por el río eran ilusiones. Como prueba tenía el tronco de árbol, a través del cual había pasado la mano.
Pese a ello, salté, como si la mujer pudiera efectivamente perder la vida. Incluso sé todavía que de un modo instintivo estaba preparado para el choque con el agua fría, cuyas salpicaduras seguían cayendo sobre nuestros rostros y vestidos.
No sentí nada aparte de una fuerte corriente de aire, y aterricé en una espaciosa sala sobre las rodillas ligeramente dobladas, como si hubiera saltado desde un metro de altura como máximo. Oí un coro de carcajadas.
Me hallaba sobre un suelo blando, como de plástico, y a mi alrededor había mucha gente, muchos con la ropa todavía húmeda. Tenían la cabeza levantada y se desternillaban de risa.
Les seguí con la mirada, y fue muy desagradable.
Ni rastro de cascadas, rocas o cielo africano. Vi únicamente un techo luminoso y debajo…
una piragua que acababa de entrar, más bien una especie de decorado, ya que sólo recordaba una embarcación por los lados y por encima; en el fondo había una construcción de metal.
Sobre ella estaban echadas cuatro personas, pero a su alrededor no había nada, ni negros, ni rocas, ni río; sólo de vez en cuando volaban, proyectados por tubos ocultos, finos chorros de agua. Algo más lejos se encontraba algo parecido a un globo amarrado, que no se apoyaba en nada: el obelisco de rocas donde había terminado nuestro viaje. Desde allí un puente conducía a un saliente de piedra que sobresalía de una pared metálica. Un poco más arriba había una pequeña escalera con barandilla y una puerta. Esto era todo. La piragua que contenía a las cuatro personas se balanceó, se elevó y de repente volvió a bajar sin el menor ruido. Sólo oí las expresiones de alegría que acompañaban a las diferentes etapas del viaje de la cascada, que en realidad no existía. Al cabo de un momento la piragua chocó contra las rocas, sus ocupantes saltaron y tuvieron que cruzar el puente.