Читаем Retorno de las estrellas полностью

Dio media vuelta y empezó a andar. La odié. Sin volverse, caminaba de un modo diferente de todas las mujeres que había visto en mi vida. No caminaba: se deslizaba. Como una reina.

La alcancé entre los setos, donde ya era casi oscuro. El resto de luz del pabellón se mezclaba con el resplandor azulado de la ciudad. Ella debía de oír mis pasos, pero siguió andando sin volverse a mirar, como si estuviera sola, incluso cuando la cogí del brazo; fue como una bofetada. La agarré por los hombros y la volví hacia mí; su rostro, blanco en la oscuridad, se levantó: me miró a los ojos y no intentó desasirse. Por otra parte, no lo habría conseguido. La besé impetuosamente, lleno de odio, y noté que temblaba.

— Tú… — dijo con voz profunda cuando nos soltamos.

— Calla.

Pero ahora trató de apartarse.

— Aún no — le ordené, y volví a besarla. De pronto mi cólera se transformó en asco hacia mí mismo y la solté. Pensé que huiría, pero no se movió. Intentó ver mi rostro. Yo torcí la cabeza.

— ¿Qué tienes? — preguntó en voz baja.

— Nada.

Me cogió del brazo.

— Vamonos.

Una pareja pasó junto a nosotros y desapareció en la penumbra. Yo también me sumergí en ella. Allí, en la oscuridad, se tenía la impresión de que todo era posible. Cuando hubo más luz, mi ímpetu de unos momentos antes se me antojó ridículo. Sentí que me había metido en algo falso, tan falso como el peligro y la magia anteriores, y seguí caminando. Ni cólera ni odio ni nada; era como si todo me fuese indiferente. Me hallaba bajo unas luces altas e intensas y sentía mi presencia grande y pesada, que convertía en grotesco cada paso que daba a su lado. Pero ella no parecía notarlo. Caminaba a lo largo de la pared junto a la cual había hileras de gliders. Quise detenerme, pero ella dejó resbalar su mano por mi brazo hasta la muñeca, que apretó con fuerza. Yo habría tenido que dar un buen tirón, pareciendo así aún más ridículo; la imagen de un astronauta virtuoso, seducido por una Putifar. Subí tras ella y el glider se estremeció y partió como un rayo. Me encontraba en un glider por primera vez y ahora comprendí por qué no tenían ventanas. Desde dentro eran completamente transparentes, como de cristal. Viajamos en silencio durante largo rato. Los edificios del centro dejaron paso a las singulares formas de la arquitectura suburbana; bajo pequeños soles artificiales se elevaban entre los espacios verdes construcciones de líneas borrosas, hinchadas en extraños cojines, aladas, de tal modo que el límite entre el interior de las casas y sus inmediaciones resultaba impreciso. Invenciones fantasmagóricas, esfuerzos constantes para crear algo que no fuera una repetición de las formas antiguas. El glider abandonó el ancho carril, atravesó el oscuro parque y se detuvo ante una escalera que parecía una cascada de cristal; cuando me apeé, vi un invernadero extendido bajo mis pies.

La pesada puerta se abrió sin ruido. Un vestíbulo gigantesco, enmarcado por una elevada galería, pantallas color de rosa, sin apoyos ni soportes, en las paredes inclinadas. Nichos, como ventanas abiertas a otra habitación, y en ellos, ni fotografías ni maniquíes, sino la propia Aen, enorme, justo delante de mí, abrazada por un hombre de cabellos oscuros que la besaba sobre la catarata de la escalera; Aen envuelta en un vestido blanco y luminoso; más lejos, Aen inclinada sobre flores de color lila, enormes como su rostro. Caminando tras ella, la vi de nuevo en otra ventana, sonriendo como una niña, sola, mientras la luz temblaba en sus cabellos cobrizos.

Escaleras verdes. Habitaciones blancas. Escaleras plateadas. Pasillos y después una habitación que palpitaba en un movimiento lento e incesante. Las paredes se desplazaban quedamente, formando corredores allí donde ella dirigía sus pasos; parecía posible la idea de que un espíritu intangible redondeaba las esquinas de las galerías, las cincelaba, y todo cuanto yo viera hasta ahora no había sido más que un umbral, un principio. Tras cruzar una habitación blanca, iluminada de tal modo por las más finas vetas de hielo que hasta las sombras se antojaban lechosas, entramos en una estancia de menor tamaño cuyo bronce era como un grito después de la inmaculada blancura de la otra. Aquí la única luz provenía de una fuente desconocida e indirecta que iluminaba nuestros rostros desde abajo; ella movió la mano y todo se oscureció; entonces se acercó a una pared y con algunos gestos provocó en ella una hinchazón que en seguida se extendió hasta formar una especie de doble estante; yo conocía la topología suficiente para saber cuánto trabajo de investigación debía de haber costado sólo la línea de apoyo.

— Tenemos un invitado — dijo, deteniéndose. Del revestimiento de madera surgió una mesita baja, con dos servicios completos, que corrió hacia ella como un perro. Las luces grandes se apagaron cuando, desde el nicho del asiento (¡no tengo palabras para describir tales asientos!), ordenó con un gesto que apareciese una pequeña lámpara, y la pared la obedeció con igual premura.

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