Al parecer ya consideraba suficiente el número de muebles surgidos ante nuestros ojos, pues se apoyó en la mesa y preguntó sin mirarme:
— ¿Blar?
— Como quieras — repuse. Me abstuve de hacer cualquier pregunta; no podía dejar de ser un salvaje, pero al menos podía ser un salvaje silencioso.
Me dio un cono alto con una cañita; brillaba como un rubí y era blando como una piel de fruta aterciopelada. Ella tomó otro. Nos sentamos. Era de una blandura insoportable, como sentarse sobre una nube. El líquido sabía a frutas frescas desconocidas, con grumos pequeños y duros que estallaban sobre la lengua de modo divertido e inesperado.
— ¿Bueno? — inquirió.
— Sí.
Tal vez era una bebida ritual. Para los elegidos, por ejemplo, o al revés, para domesticar a los especialmente peligrosos. Pero yo estaba decidido a no formular ninguna pregunta.
— Es mejor cuando estás sentado.
— ¿Por qué?
— Eres terriblemente alto.
— Ya lo sé.
— ¿Tratas de ser descortés?
— No. Lo soy sin ningún esfuerzo.
Empezó a reír suavemente.
— También soy mordaz — añadí —. Tengo muchas ventajas, ¿no crees?
— Eres diferente — dijo —. Nadie habla así. Dime, ¿cómo es? ¿Qué sientes?
— No te comprendo.
— Ahora disimulas. O has mentido…, pero no. No es posible. No habrías podido…
— ¿Saltar?
— No estaba pensando en eso.
— ¿En qué, pues?
Entrecerró los ojos.
— ¿No lo sabes?
— Veamos, dime — repliqué —, ¿es que ya no lo hace nadie?
— Sí, pero no de este modo.
— Ya. ¿Así que lo hago bien?
— No, no es eso…, es como si tú…
No termino la frase.
— ¿Qué?
— Ya lo sabes. Yo lo sentí.
— Estaba enfadado — confesé.
— Enfadado — dijo con desdén —. Pero ni yo misma sé qué pensaba! Nadie se atrevería a hacer algo parecido, ¿sabes?
Sonreí de forma casi imperceptible.
— ¿Y te ha gustado mucho?
— Oh, no comprendes nada. El mundo carece de miedo, pero tú puedes inspirarlo.
— ¿Quieres que lo repita? — pregunté.
Sus labios se abrieron, y volvió a mirarme como a un animal salvaje.
— Sí.
Se inclinó más hacia mí. Tomé su mano y la coloqué sobre la mía, muy plana; sus dedos apenas cubrían mi palma.
— ¿Por qué tienes la mano tan dura? — preguntó.
— Por las estrellas. Son muy puntiagudas. Y ahora pregúntame por qué mis dientes son tan horribles.
Sonrió — Tus dientes son completamente normales.
Entonces levantó mi mano con tanto cuidado que me recordó mis movimientos frente a los leones. En lugar de sentir confusión, me limité a sonreír. Al fin y al cabo, todo esto era terriblemente absurdo.
Se levantó y por encima de "mi hombro se sirvió algo de una botella pequeña y oscura y lo bebió.
— ¿Sabes qué es esto? — inquirió con los ojos cerrados y con una expresión como si se tratara de un líquido ardiente. Tenía unas pestañas enormemente largas, falsas, por supuesto. Las actrices siempre llevan pestañas postizas.
— No.
— ¿No lo dirás a nadie?
— No.
— Es perto…
— Vaya, vaya — dije por decir algo_ Ella volvió a abrir los ojos.
— Te había visto antes. Ibas con un anciano espantoso y luego volviste solo.
— Era el hijo de un joven colega mío — expliqué. «Lo cómico del asunto es que es casi la verdad», pensé para mis adentros.
— Llamas la atención, ¿lo sabes?
— ¿Y qué puedo hacer?
— No sólo por tu altura. También andas de un modo diferente, y te quedas mirando como si…
— ¿Qué?
— Como si debieras ser precavido.
— ¿Por qué?
No respondió. El color de su rostro experimentó un cambio. Respiraba audiblemente y se contemplaba la mano. Las yemas de sus dedos temblaban.
— r-Ahora — dijo en voz baja, sonriendo, pero no a mí. Su sonrisa era como ausente, sus pupilas se ensanchaban tanto que el iris desapareció. Se inclinó lentamente hacia atrás, hasta que quedó tendida sobre el diván gris. Sus cabellos cobrizos se soltaron, y su mirada era triunfante y a la vez entorpecida —, bésame.
La abracé. Pero era espantoso: lo quería y no lo quería; tenía la sensación de que ella no era la misma, como si pudiera transformarse en otra cosa en un momento dado. Ella hundió los dedos en mi cabello y su aliento, cuando cayó a un lado, parecía un gemido. «Uno de los dos es irreal — pensé —, pero ¿quién? ¿ella o yo?» La besé, su rostro era dolorosamente hermoso, terriblemente extraño, y en seguida predominó el placer, imposible de frenar; pero incluso entonces seguí siendo un observador frío y silencioso, y no me perdí del todo. El diván, obediente, casi leyendo nuestros pensamientos, se convirtió en apoyo para nuestras cabezas: era como la presencia de un tercero. Me sentía vigilado, y no intercambiamos ni una sola palabra. Me dormí sobre su cuello, todavía con la sensación de que alguien nos contemplaba…