Muy gracioso, pero esto no tenía nada en común con un cohete o un avión; más bien con una alfombra voladora. Al principio, el extraño avión se elevó verticalmente, sin la menor vibración, silbó durante largo rato y después, como obedeciendo una orden, voló en línea recta. De nuevo ocurrió lo mismo que ya observara antes: la aceleración no iba acompañada de un incremento de la inercia. Es difícil decir qué clase de sensación me dominó, pues en el caso de que hubieran sabido independizar la aceleración de la inercia, todos los problemas, tormentos, hibernaciones, pruebas, selecciones de nuestro viaje habrían sido completamente superfluos, por lo que podía sentirme como el conquistador de una cumbre del Himalaya que tras las indescriptibles dificultades del ascenso comprobara de improviso que allí arriba había un hotel lleno de excursionistas porque durante sus esfuerzos solitarios habían construido un funicular en la otra ladera. El hecho de que si me hubiera quedado en la Tierra no habría conocido este misterioso descubrimiento no me consoló en absoluto, sino mucho más la idea de que el nuevo invento quizá no habría podido aplicarse en la navegación cósmica.
Naturalmente, esto era prueba del más puro egoísmo, y yo era consciente de ello; pero el shock era demasiado grande para que pudiera sentir verdadero entusiasmo.
Entretanto, el ulder volaba sin ruido. Miré hacia abajo: estábamos dejando atrás la terminal, que quedaba rezagada como una fortaleza de hielo; sobre los pisos superiores, invisibles desde la ciudad, estaban las negras piqueras de los cohetes. Entonces volamos muy cerca de la casa aguja, la que tenía franjas plateadas y negras; sobrepasaba la altitud de mi vuelo. Desde la tierra no podía apreciarse su altura. Era como un puente que unía la ciudad con el cielo, y las «estanterías» que sobresalían de ella rebosaban de ulders y otros grandes vehículos. En estos lugares de aterrizaje, las personas se antojaban semillas de amapola sobre una bandeja de plata.
Volamos sobre colonias de casas blancas y azules, sobre jardines; las carreteras eran cada vez más anchas y los carriles policromos; los colores dominantes eran el rosa pálido y el ocre. Un mar de casas se extendía hasta el horizonte, dividido de vez en cuando por franjas verdes. Tuve miedo de que continuara así hasta Klavestra. Pero el ulder aumentó la velocidad, las casas se desintegraron, se desintegraron en los jardines y en su lugar aparecieron curvas y rectas gigantescas de los caminos que discurrían por diversos niveles, se juntaban, se cruzaban, desaparecían bajo tierra, se precipitaban en forma de estrella unos contra otros y fluían por la superficie lisa y verdegrís, iluminada por el sol del mediodía, por la que pululaban los gliders. Luego, entre cuadriláteros de árboles, se vieron enormes edificios con tejados que parecían espejos convexos; en sus centros brillaba un resplandor rojizo. Un poco más allá las carreteras se separaron y ahora el verdor lo dominaba todo, interrumpido de vez en cuando por un cuadrado de otras plantas — rojas, azules —, que no podían ser flores, ya que los colores eran demasiado intensos. «El doctor Juffon estaría orgulloso de mí — pensé —. El tercer día y ya… Y qué comienzo. Nada de conquistas corrientes.
Una actriz famosa, conocida en todo el mundo. No sentía mucho miedo, y si lo tuvo, fue un miedo que le causó placer. Ojalá todo siguiera igual. Pero ¿por qué me habló de la proximidad? ¿Es éste el aspecto de la proximidad? Y de qué forma tan heroica salté a la catarata. Un gorila de nobles sentimientos. Pero de ello le ha resarcido ampliamente una belleza ante la cual se inclina la multitud: ¡cuan noble había sido también esto por parte de ella!» Me ardía el rostro. «Eres un estúpido — me dije a mí mismo con indulgencia —. ¿Qué más quieres? ¿Una mujer? Ahora ya tenías una mujer. Tenías todo cuanto se puede tener aquí, además del ofrecimiento de entrar en el real. Ahora tendrás una casa, pasearás por el jardín, leerás libros, contemplarás las estrellas y repetirás con serena modestia: he estado allí. He ido y he vuelto. Y eres tan afortunado que incluso las leyes de la física han trabajado para ti: aún tienes media vida por delante, y ¿qué aspecto tiene Roemer ahora, un siglo más viejo que tú?» El ulder empezó a bajar, se oyó un silbido, la comarca, llena de carreteras blancas y azules que brillaban como pintadas con esmalte, se acercaba a mí. Grandes estanques y pequeñas piscinas cuadradas enviaban hacia arriba los destellos del sol. Las casitas, colocadas sobre las cumbres planas de las colinas, fueron ganando tamaño y claridad. En el horizonte, azul como el aire, había una cordillera de cimas blanquecinas. Vi asimismo caminos de grava, parterres de flores, arriates, el frío verdor del agua en un marco de cemento, senderos en los jardines, arbustos, un tejado blanco; todo esto giró lentamente, me rodeó, se inmovilizó y me admitió en su seno.
IV