Alguien propuso empezar la cronología de la Nueva Era a partir del inicio de la betrización, pero la idea no tuvo éxito. La cronología no cambió, pero los hombres sí. El capítulo se cerraba con patéticas palabras sobre la Nueva Era del Humanismo.
Busqué una monografía sobre la betrización, escrita por Ullrich. Una vez más todo era matemáticas, pero decidí masticarlas hasta el fin. La intervención no se realizaba en el plasma hereditario, tal como yo había temido. De ser así, ya no habría sido necesario betrizar a cada generación. Pensé en ello con esperanza: al menos teóricamente, existía una posibilidad de rectificación. Habían actuado — en una temprana fase de la vida — sobre la zona anterior del cerebro en desarrollo con un grupo de enzimas proteolíticas. Los resultados eran contundentes:
una reducción del impulso agresivo del ochenta al ochenta y ocho por ciento en comparación con los no betrizados: eliminación de las relaciones asociativas entre los actos agresivos y el ámbito de sentimientos pasivos; reducción de las posibilidades de arriesgar la vida personal en un promedio del ochenta y siete por ciento.
Se subrayaba como el más importante éxito el hecho de que estos cambios no afectaban negativamente el desarrollo de la inteligencia y la formación de la personalidad, y — lo que era tal vez aún más importante — que las limitaciones resultantes no funcionaban según el principio de las asociaciones de temor. En otras palabras: la persona no dejaba de matar porque tuviera miedo del acto en sí. Una forma semejante causaría neurosis y atemorizaría a toda la humanidad. No lo hacía porque «no se le podía ocurrir».
Me gustó una frase de Ullrich: «La betrización causa la desaparición de la agresividad por la falta de impulso, no por prohibición.» Pero tras reflexionar un poco se me ocurrió que esto no explicaba lo primordial, es decir, el modo de raciocinar de las personas sometidas a la betrización. Estas personas eran completamente normales y por lo tanto podían imaginarlo todo, incluso un asesinato. ¿Qué evitaba su realización?
Hasta que oscureció estuve buscando una respuesta a esta pregunta. Como ocurre casi siempre con los problemas científicos, lo que en una reseña o conferencia breve se antoja relativamente claro y sencillo se fue complicando a medida que iba necesitando explicaciones más concretas.
La señal cantarína me llamó para la cena; pedí que la subieran a mi habitación, pero ni siquiera la probé. Las explicaciones científicas que por fin logré encontrar no eran del todo congruentes. Una repulsión parecida al asco, un estado de máxima aversión que se incrementaba de modo incomprensible para una persona no betrizada; lo más interesante eran las declaraciones de los sometidos a estudio, que entonces, ochenta años atrás, en el instituto Trimaldi de Roma, se dedicaron a la tarea de abrirse paso a través de las barreras invisibles erigidas en sus cerebros. Esto era lo más singular que había leído en mi vida. Ninguno de ellos pudo atravesarlas, pero el relato de las experiencias que acompañaron tales tentativas era distinto en cada caso. En algunos predominaban las manifestaciones psíquicas: la necesidad de eludir la situación en que se les había colocado, la repetición de las tentativas provocó en este grupo violentos dolores de cabeza, y la persistencia de estos dolores fue causa finalmente de una neuritis, que pudo curarse con facilidad. En otros dominaban las manifestaciones físicas: jadeos, asma; esta situación recordaba el miedo, pero ellos no se quejaban de miedo sino de malestar físico.
Según comprobó Pilgrin en sus investigaciones, la ejecución de un asesinato simulado — por ejemplo, en una muñeca — fue posible para el dieciocho por ciento de los betrizados, pero tenían que estar absolutamente seguros de que lo hacían contra un objeto inanimado.
La prohibición alcanzó a todos los animales de especies superiores, pero no a los reptiles, anfibios e insectos. Naturalmente, a los betrizados les faltaba un conocimiento científico de la sistemática zoológica. La prohibición estaba ligada sencillamente al grado de semejanza con la especie humana tal como se entiende en general. La cuestión quedaba zanjada con la explicación de que todo el mundo tomaba al perro por un animal más cercano al hombre que una serpiente.
Leí montones de otros trabajos y di la razón a cuantos afirmaban que a un betrizado sólo puede comprenderle introspectivamente otro betrizado. Dejé estos estudios con sentimientos encontrados. Lo que más me inquietaba era la falta de trabajos críticos, análisis de algún tipo que incluyeran las consecuencias negativas de esta intervención, ya que yo no dudaba un solo momento de que tenía que haberlas. No por falta de respeto y atención hacia los investigadores, sino sencillamente porque la esencia de todos los actos humanos es así: en lo bueno siempre hay algo malo.