Todo vehículo, todo barco y todo avión tenía que poseer imprescindiblemente esta cajita negra: garantizaba — como Mitke observó bromeando en el ocaso de su vida — la salvación en este mundo; en una situación de peligro — la caída de un avión, el choque de automóviles o trenes, en suma, cualquier catástrofe — liberaba una carga de «anticampo gravitacional», que al formarse y entrar en contacto con la inercia producida por el choque (dicho en términos generales, una deceleración repentina, una pérdida de velocidad), daba un cero como resultado final. Este cero matemático era una realidad absoluta: absorbía todo el choque, toda la energía del accidente, y de este modo no sólo salvaba a los pasajeros del vehículo, sino también a aquellos a quienes hubiese atropellado su incontrolada masa.
Había «cajitas negras» por doquier: incluso en grúas, ascensores, cinturones de paracaídas, transatlánticos y bicicletas. La sencillez de su construcción era tan asombrosa como complicada la teoría de su origen.
La mañana ya teñía de rojo las paredes de mi habitación cuando caí extenuado sobre la cama, consciente de haber conocido la mayor revolución de la época, después de la betrización, ocurrida durante mi ausencia de la Tierra.
Me despertó el robot, que entró con el desayuno. Era casi la una. Me senté en la cama y me aseguré de que tenía bajo la mano el libro de Starck que la noche anterior dejara a un lado:
Problemática de los vuelos estelares.
— Debe usted cenar, señor Bregg — me reprochó el robot —, pues de lo contrario perderá las fuerzas.
Tampoco es recomendable leer hasta que amanece. Los médicos lo desaconsejan, ¿sabe?
— Sí, pero ¿cómo lo sabes tú? — pregunté.
— Es mi deber, señor Bregg.
Me alargó la bandeja.
— Intentaré corregirme — observé.
— Espero que no haya interpretado mal una atención que no quería ser inoportuna — contestó.
— Claro que no — dije. Removí el café, noté cómo los terrones de azúcar se disolvían bajo la cucharilla y un asombro tan sereno como intenso me invadió; no sólo porque estaba realmente en la Tierra, porque había vuelto, no sólo por el recuerdo de la lectura nocturna, que todavía rumoreaba y fermentaba en mi cabeza, sino también por el sencillo hecho de estar sentado en la cama, de que mi corazón latiera, de estar vivo.
Me habría gustado hacer algo en honor de este descubrimiento, pero, como de costumbre, no se me ocurrió ninguna idea sensata.
— Escucha — dije al robot —, quiero pedirte una cosa.
— Siempre a su servicio.
— ¿Tienes tiempo? Entonces tócame otra vez la misma melodía de ayer, ¿quieres?
— Con mucho gusto — repuso, y al son de las alegres notas, apuré el café en tres grandes sorbos. En cuanto el robot se hubo ido, me puse el bañador y corrí hacia la piscina.
Realmente no sé por qué tenía siempre tanta prisa. Algo me impulsaba, como un presentimiento de que esta tranquilidad mía — inmerecida e inverosímil — pronto llegaría a su fin. Esta prisa constante me hizo cruzar el jardín y trepar a la palanca en un par de zancadas y sin mirar ni una sola vez a mi alrededor. Cuando ya me daba impulso, vi dos personas saliendo de detrás de la casa; por motivos evidentes, no podía observarlos desde más cerca.
Ejecuté un salto — no el mejor — y toqué el fondo. Abrí los ojos. El agua era como un cristal tembloroso, verde, las sombras de las olas bailaban sobre el fondo iluminado por el sol.
Nadé bajo el agua hasta la escalerilla, y cuando salí del agua ya no había nadie en el jardín.
Pero mis ojos bien entrenados habían fijado en su retina, a medio vuelo, la imagen invertida durante una fracción de segundo de un hombre y una mujer. De modo que ya tenía vecinos.
Dudé entre dar o no otra vuelta a la piscina, pero Starck salió victorioso. La introducción de este libro — donde hablaba de los vuelos a las estrellas, a los que calificaba de un error de juventud — me había encolerizado tanto que a punto estuve de cerrarlo con la determinación de no volver a mirarlo. Pero conseguí dominarme. Subí, me cambié y al bajar vi sobre la mesa del vestíbulo una sopera llena de frutas de color rosa pálido, que recordaban un poco a las peras. Llené de ellas los bolsillos de mis pantalones, encontré un lugar apartado, protegido en tres lados por setos de jardín, trepé a un viejo manzano, busqué una rama apropiada para mi peso y empecé allí mismo el estudio de aquella oración fúnebre al trabajo de mi vida.
Al cabo de una hora ya no me sentía tan seguro. Los argumentos de Starck eran muy difíciles de refutar. Se basaba en los escasos datos procedentes de las dos primeras expediciones, que habían precedido a las nuestras; nosotros las llamábamos «pinchazos», ya que sólo eran sondeos a una distancia de algunos años luz. Starck hizo tablas estadísticas de la probable diseminación, o, dicho de otro modo, «densidad de población» de toda la galaxia.