Читаем Retorno de las estrellas полностью

¿Sólo porque no llevaba los labios pintados? Yo sentía su sonrisa desde el otro lado de la mesa, incluso cuando no sonreía. En un arranque de atrevimiento, decidí contemplar su cuello; fue como si estuviera cometiendo un robo. La comida tocaba ya a su fin. Marger se volvió de pronto hacia mí; ¿seguro que no me ruboricé? Habló un rato antes de que le entendiera. La casa sólo poseía un glider y él, sintiéndolo mucho, tenía que tomarlo para ir a la ciudad. ¿Quería ir yo también, en lugar de quedarme aquí hasta la noche? Desde luego, podía enviarme otro glider desde la ciudad, o bien…

Le interrumpí. Empecé a decir que no quería ir a ninguna parte, pero en seguida titubeé y entonces oí mi propia voz contestando que sí, que de hecho tenía intención de ir a la ciudad, y puesto que él se ofrecía…

— De acuerdo — repuso. Ya nos habíamos levantado de la mesa —. ¿Qué hora le parece más conveniente?

Intercambiamos frases amables hasta que logré hacerle confesar que tenía prisa. Le dije que para mí cualquier hora era buena. Acordamos encontrarnos al cabo de media hora.

Subí a la planta superior, algo asombrado del curso de los acontecimientos. El no me importaba nada, y yo no tenía absolutamente nada que hacer en la ciudad. ¿Para qué, pues, toda esta excursión? Además, su cortesía se me antojaba un poco exagerada. Si de verdad yo hubiera tenido prisa por llegar a la ciudad, los robots no habrían permitido que me marchase a pie. ¿Querría algo de mí? Pero ¿qué? No me conocía en absoluto. Me devané — inútilmentelos sesos hasta que pasó el tiempo y bajé al vestíbulo.

Su mujer no se veía por ninguna parte; ni siquiera se asomó a la ventana para decirle adiós desde lejos. Al principio permanecimos callados en el gran vehículo, contemplando las curvas y ondulaciones de la carretera, que serpenteaba entre las colinas. Luego empezamos a hablar.

Me enteré de que Marger era ingeniero.

— Precisamente hoy tengo que controlar la selectestación municipal — dijo —. Tengo entendido que usted también es cibernético, ¿verdad?

— De la Edad de Piedra — contesté —. Sí, pero… perdone…, ¿cómo lo sabe?

— En la agencia de viajes me hablaron de quién sería mi vecino. Como es natural, sentía curiosidad.

— Claro.

Callamos durante un rato. Por las aglomeraciones cada vez más frecuentes de policromas masas de plástico se adivinaba que ya nos acercábamos a la periferia.

— Si me lo permite, quería preguntarle si ustedes tuvieron alguna clase de dificultades con los mandos automáticos — me dijo de repente. Comprendí, mucho más por el tono que por el contenido de la frase, que mi respuesta le interesaba mucho. ¿Así que se trataba de esto?

Pero… ¿por qué?

— ¿Se refiere a los… defectos? Pues claro, los teníamos en cantidad, lo cual es comprensible:

los modelos, en comparación con los de ustedes, eran tan anticuados…

— No, no se trata de los defectos — se apresuró a replicar —, sino más bien de las oscilaciones de la efectividad en circunstancias tan diferentes… Actualmente no tenemos, por desgracia, ninguna posibilidad de probar los aparatos automáticos de forma tan extrema.

En el fondo se trataba de cuestiones puramente técnicas. Sentía curiosidad por conocer ciertos parámetros de la actividad del cerebro electrónico en el ámbito de gigantescos campos magnéticos, en las nubes de polvo cósmico y durante perturbaciones gravitatorias, y no estaba seguro de si estos datos se encontrarían en el archivo de nuestra expedición, cuya publicación aún no había sido autorizada. Le conté lo que sabía y le aconsejé que consultara a Thurber para datos más específicos, ya que había sido ayudante del director científico de nuestra expedición.

— ¿Podré decirle que voy de su parte?

— Naturalmente.

Me dio las gracias efusivamente. Yo estaba algo decepcionado. ¿Conque eso era todo?

Pero gracias a esta conversación surgió entre nosotros una especie de vínculo profesional, y ahora le pregunté a mi vez sobre el significado de su trabajo: ignoraba qué era una selectestación.

— Oh, nada interesante. Es un almacén de chatarra… En realidad, yo querría dedicarme al trabajo científico; esto es solamente una especie de práctica, que por otra parte ni siquiera es muy útil.

— ¿Práctica? ¿Trabajar en un almacén de chatarra? ¿Cómo es eso? Usted es cibernético, así que…

— Es chatarra cibernética — me explicó con una sonrisa oblicua. Y añadió, casi despectivamente-: Porque somos muy ahorradores, ¿sabe? Se trata de que nada se pierda… En mi Instituto podría enseñarle muchas cosas interesantes, pero aquí…

Se encogió de hombros. El glider abandonó el carril y se deslizó por un alto tubo de metal hasta el espacioso patio de una fábrica; vi gran número de camiones de transporte y compuertas de \ reja, algo que me recordó un horno Siemens Martin modernizado.

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