Читаем Retorno de las estrellas полностью

— Ahora pongo el coche a su disposición — dijo Marger. Por una ventanilla de la pared frente a la que nos habíamos detenido, se asomó un robot y le dijo algo. Marger se apeó; empezó a gesticular y de pronto se volvió hacia mí, bastante malhumorado —. Mala suerte — explicó —.

Gloor, mi colega, está enfermo, y yo no puedo hacerlo solo… ¡Vaya problema!

— ¿De qué se trata? — pregunté, bajando del glider.

— El control debe ser efectuado por dos personas, como mínimo — me dijo Marger. Entonces su rostro se animó de improviso —. ¡ Señor Bregg! ¡Pero si usted también es cibernético!

¿Consentiría en ayudarme?

— ¡ Conque cibernético! — sonreí —. De antigüedad, debería añadir. Ya no sé nada de nada.

— Se trata de un mero formulismo — interrumpió —. Me encargaré gustosamente de la parte técnica; usted sólo tendrá que firmar, ¡nada más!

— ¿Cree usted? — dije, vacilando. Comprendía muy bien que tenía prisa por volver al lado de su mujer, pero yo no podía hacerme pasar por quien no era; y no sirvo para comparsa. Se lo dije, aunque con palabras más suaves. El alzó los dos brazos.

— ¡Por favor, no me interprete mal! Si usted no tiene tiempo…; ahora recuerdo que quería hacer algo en la ciudad…; yo ya me arreglaré como pueda… Perdóneme por…

— Las otras cosas pueden esperar — contesté —. Hable, se lo ruego, y si puedo, le ayudaré.

Entramos en un edificio blanco que estaba un poco apartado. Marger me precedió por un pasillo vacío muy singular: en los nichos se mantenían inmóviles unos cuantos robots. En una oficina pequeña, amueblada con sencillez, sacó un montón de papeles de un armario, los colocó sobre la mesa y empezó a explicarme en qué consistía su función, o mejor dicho, la nuestra. No era buen conferenciante y pronto dudé de las posibilidades de su carrera como científico; mencionaba sin cesar una ciencia de la que yo no tenía ni idea, por lo que tenía que interrumpirle a cada momento y formular, avergonzado, preguntas elementales. Pero él, interesado en no desanimarme, se empeñaba en considerar como virtudes todas las pruebas de mi ignorancia. Al final supe que desde hacía varias décadas había una separación total entre la producción y la vida.

La producción era automática y se desarrollaba bajo la vigilancia de robots, los cuales a su vez dependían de otros robots; aquí ya no había lugar para las personas. La sociedad humana existía aparte de los robots y máquinas automáticas; sólo que para evitar cualquier confusión imprevisible en este orden establecido del ejército laboral mecánico, eran imprescindibles los controles periódicos, llevados a cabo por especialistas. Marger era uno de ellos.

— Sin duda — observó —, todo estará en orden. Y cuando hayamos examinado una por una todas las partes del proceso, estampamos nuestras firmas y ya está.

— Pero si ni siquiera sé qué se produce aquí… — dije, señalando los edificios al otro lado de la ventana.

— Nada, ¡absolutamente nada! — gritó —. De eso se trata precisamente…; nada en absoluto. Es un almacén de chatarra, ya se lo he dicho.

El papel que se me imponía no me entusiasmaba, pero no podía seguir ofreciendo resistencia.

— Bueno, está bien… ¿Qué debo hacer?

— Lo mismo que yo: examinar cada grupo por separado.

Dejamos los papeles en la oficina y empezamos el control. Lo primero era un almacén de clasificación donde perolas automáticas recogían grandes montones de chapa, los aplastaban y los lanzaban bajo la prensa. Los bloques salidos de ésta eran conducidos hasta el contenedor principal por cintas transportadoras. En la entrada, Marger se colocó sobre la cara una pequeña máscara con filtro y me alargó otra; no podíamos hablar a causa del estruendo reinante. El aire estaba lleno de un polvillo herrumbroso que se levantaba de las prensas como nubes rojizas. Cruzamos la sala siguiente, dominada también por el estruendo, y llegamos por un pasillo deslizante al piso donde hileras de prensas se tragaban la chatarra que salía de los embudos y que ahora era más fina y no tenía ninguna forma. Una galería abierta conducía al edificio de enfrente. Marger comprobó allí los indicadores de control, y entonces fuimos al patio de la fábrica, donde un robot nos salió al encuentro con la noticia de que el ingeniero Gloor llamaba por teléfono al señor Marger.

— ¡Perdóneme un momento! ¡ En seguida vuelvo! — gritó Marger y bajó corriendo por una escalera de caracol hacia un cercano pabellón de cristal. Me quedé solo sobre las baldosas ardientes por el sol. Miré a mi alrededor: los edificios del otro lado ya los habíamos visitado, eran salas de prensado y clasificación; la distancia y la insonorización apagaban todos los ruidos.

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