Читаем Retorno de las estrellas полностью

Hice un alto en la colina. Bajo el sol oblicuo, el paisaje era de una belleza indescriptible.

De vez en cuando, luminoso como un proyectil negro, un glider pasaba por la cinta de la carretera, que apuntaba hacia el horizonte, sobre el cual se perfilaban los contornos de las montañas azulados y desdibujados por la distancia.

Y de pronto sentí que no podía contemplar aquello, como si no tuviera derecho a hacerlo y como si en ello se ocultara un terrible engaño. Me senté bajo los árboles, me cubrí el rostro con las manos y lamenté haber regresado. Cuando llegué a la casa, se me acercó el robot blanco.

— Le llaman por teléfono, señor — dijo en tono confidencial —. Conferencia de Eurasia.

Le seguí a toda prisa. El teléfono se encontraba en el vestíbulo, por lo que mientras hablaba podía ver el jardín a través de la puerta de cristal.

— ¡Hal! — gritó una voz lejana pero clara —. ¡Soy Olaf!

— ¡Olaf…! ¡Olaf! — repetí en tono triunfante —. Muchacho, ¿dónde estás?

— En Narvik.

— Y ¿qué haces? ¿Cómo te va? ¿Has recibido mi carta?

— Claro. Por eso he sabido dónde buscarte.

Una breve pausa.

— Dime, ¿qué haces? — repetí, inseguro de pronto.

— Vamos, ¿qué quieres que haga? Nada. ¿Y tú?

— ¿Estuviste en el ADAPT?

— Sí. Pero sólo un día. Luego me esfumé. No podía, ¿sabes?

— Sí, lo sé. Escucha, Olaf. He alquilado una villa aquí, ni yo mismo sé por qué, pero ¡escucha! ¡Ven a verme!

No contestó en seguida. Cuando habló de nuevo, en su voz había cierta vacilación.

— Me gustaría ir. Quizá iría, Hal; pero ya sabes lo que nos han dicho…

— Sí, pero no pueden hacernos nada. Por otra parte, ¡ que se vayan al cuerno! Limítate a venir.

— ¿Para qué? Reflexiona, Hal. Tal vez será…

— ¿Qué?

— Peor.

— ¿Cómo sabes que a mí no me va bien?

Oí su risa breve, en realidad un suspiro; tan tenue fue.

— ¿Y por qué quieres que vaya?

De pronto se me ocurrió una idea brillante.

— Olaf, escucha. Esto es como un veraneo, ¿sabes? Una villa con jardín y piscina. Bueno, ya sabes cómo es todo ahora, ya sabes cómo viven, ¿verdad?

— Más o menos.

El tono con que dijo estas palabras era más elocuente que ellas.

— Pues eso. Así que atiende bien: vienes, pero antes procura conseguir guantes de boxeo.

Dos pares. Practicaremos un poco. ¡Verás qué estupendo será!

— ¡Muchacho! ¡Hal! ¿De dónde quieres que saque los guantes de boxeo? Hace años que no existen esas cosas.

— Entonces encarga que los hagan. No pretenderás convencerme de que no saben hacer cuatro malditos guantes. Nos construiremos un pequeño ring, y nos atizaremos de lo lindo.

Nosotros podemos hacerlo. ¡Olaf! Supongo que ya habrás oído algo sobre la betriación, ¿me equivoco?

— Claro que no. Podría decirte lo que pienso de esto, pero prefiero no hacerlo por teléfono.

Alguien podría molestarse.

— Escucha. Vendrás, ¿eh? ¿Lo harás?

Calló bastante rato.

— No sé si tiene sentido, Hal.

— Está bien. Entonces dime qué planes tienes. En caso de que tengas alguno, no se me ocurrirá imponerte mis caprichos, naturalmente.

— No tengo ninguno — contestó —. ¿Y tú?

— Vine aquí para recuperarme, por así decirlo, aprender un poco, leer, pero esto no son planes, es simplemente que no tengo nada más que hacer.

— ¿Olaf?

— Me parece que hemos empezado igual — rezongó —. Hal, es posible que esto no signifique nada. Puedo volver en cualquier momento, en caso de que se demuestre que…

— ¡Vamos, cállate! — exclamé con impaciencia —. ¿De qué estás hablando? Haz el equipaje y ven. ¿Cuándo puedes estar aquí?

— Por mí, mañana temprano. ¿De verdad quieres boxear?

— ¿Tú no?

Se echó a reír.

— ¡Claro, hombre! Y seguro que por la misma razón que tú.

— Así pues, de acuerdo — dije muy de prisa —. Te espero. Hasta pronto.

Subí al piso de arriba. Busqué una cuerda entre las cosas que guardaba en una maleta especial. Encontré un grueso ovillo de cuerda. Para el ring. Ahora sólo faltaban cuatro pequeñas estacas, goma elástica o muelles, y ya tenemos un cuadrilátero de boxeo. Sin arbitro; no nos hará ninguna falta.

Entonces me senté ante los libros. Tenía la cabeza como embotada. En estos casos debía abrirme paso a través de cada texto como una carcoma por un tronco de roble. Pero nunca me había resultado tan difícil. Durante dos horas escarbé en veinte libros, pero en ninguno pude mantener la atención más de cinco minutos. Deseché hasta los cuentos; sin embargo, me propuse continuar, y elegí precisamente lo que me parecía más difícil: una monografía del análisis de los metagenes. Me lancé sobre las primeras ecuaciones como quien se lanza contra la pared.

No obstante, las matemáticas poseían ciertas cualidades salvadoras, especialmente para mí. Al cabo de una hora, de repente, comprendí lo que leía y, con la boca abierta, sentí una gran admiración por el tal Ferret: ¿cómo pudo conseguirlo? Incluso ahora, que he recorrido el camino desbrozado por él, me pregunto muchas veces cómo debió de ocurrir; yendo paso a paso aún podía comprenderlo, pero él había tenido que abarcarlo todo de un solo salto.

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