Entonces agucé el oído. La casa estaba a oscuras y reinaba un silencio completo. La gran quietud de la noche se elevaba hacia las estrellas. No quería volver a la casa. Me alejé del destrozado coche, y cuando la hierba, una hierba alta y húmeda, me rozó las rodillas, me tendí sobre ella y permanecí así hasta que mis ojos se cerraron y me quedé dormido.
Me despertó una carcajada. La conocía. Aun antes de abrir los ojos, desvelado inmediatamente, supe quién era. Yo estaba empapado, chorreando gotas de rocío; el sol aún estaba bajo. Un cielo con nubes de algodón. Y frente a mí, sentado sobre una pequeña maleta, Olaf, riendo. Saltamos los dos al mismo tiempo. Su mano era como la mía, grande y dura.
— ¿Cuándo has llegado?
— Ahora mismo.
— ¿Con un ulder?
— Sí. Yo también dormí así… las dos primeras noches, ¿sabes?
— ¿Ah, sí?
Dejó de reír. Yo también. Algo se interpuso ahora entre nosotros. En silencio, nos estudiamos con la mirada.
Era de mi misma estatura, tal vez incluso un poco más alto, pero más delgado. Sus cabellos rojizos revelaban a plena luz su origen escandinavo; los pelos de la barba eran muy claros. Una nariz torcida y muy expresiva y un labio superior fino que en seguida dejaba ver los dientes. Sus ojos, muy azules y sonrientes, se oscurecían cuando se animaba; los labios delgados, siempre algo torcidos, expresaban cierto escepticismo; tal vez a esto se debía que al principio no habíamos congeniado. Olaf tenía dos años más que yo; su mejor amigo había sido Arder. Nosotros no intimamos de verdad hasta que éste murió. Y fuimos amigos hasta el final.
— Olaf-dije —, debes de tener hambre. Ven, vamos a comer algo.
— Espera un momento — objetó —. ¿Qué es esto?
Seguí su mirada.
— ¡Ah, esto! Nada… Un coche. Lo compré, ¿sabes? sólo para recordar…
— ¿Has tenido un accidente?
— Sí. Verás, conducía de noche…
— ¿Tú has tenido un accidente? — repitió.
— Pues, sí, pero no es importante. Además, no ha pasado nada. Ven…, no vas a ir con esa maleta…
La levantó y no añadió nada más. Tampoco me miró. Tenía tensos los músculos de la mandíbula.
«Ha observado algo — pensé-: Ignora la causa de este accidente, pero la presiente, no cabe duda.» Arriba le dije que eligiera una de las cuatro habitaciones libres. Se quedó con la que daba a la montaña.
— ¿Por qué no preferiste ésta? Ah, ya sé — sonrió —. Este oro, ¿verdad?
— Sí.
Tocó la pared con la mano.
— Espero que sea una pared normal. ¿Ni imágenes ni televisión?
— Puedes estar tranquilo sonreí a mi vez; es una pared de verdad.
Telefoneé para pedir el desayuno. Quería tomarlo a solas con él. El robot blanco trajo café y una bandeja muy bien surtida; era un desayuno opíparo. Comimos en silencio. Le contemplé con satisfacción mientras masticaba; encima de la oreja se le movía un mechón de cabellos.
Entonces Olaf me preguntó:
— ¿No fumas?
— Sí. Me traje doscientos cigarrillos negros. No sé qué pasará cuando se terminen. Pero de momento sigo fumando. ¿Quieres uno?
— Sí.
Fumamos.
— ¿Y qué más? ¿Ponemos las cartas sobre la mesa? — preguntó después de largo rato.
— Sí. Te lo contaré todo. ¿Tú también?
— Siempre. Sólo que, Hal, no sé si vale la pena.
— Dime sólo una cosa: ¿sabes lo que es peor?
— Las mujeres.
— Sí.
Callamos de nuevo.
— ¿Así que se trata de esto? — inquirió.
— Sí. Lo verás a la hora de comer. Abajo. Ellos han alquilado la mitad de la villa.
— ¿Ellos?
— Una pareja joven.
Bajo su piel pecosa volvieron a tensarse los músculos de las mandíbulas.
— Eso es peor.
— Sí. Estoy aquí desde anteayer. No sé cómo ha empezado, pero… ya lo sentía cuando hablamos por teléfono. Sin ningún motivo, sin nada…, nada. Absolutamente nada.
— Curioso — dijo.
— ¿Por qué?
— Porque a mí me ha pasado lo mismo.
— ¿Conque por eso has venido?
— Hal, has hecho una buena acción, ¿me comprendes?
— ¿Que te beneficia a ti?
— No. A otra persona. Porque no habría tenido buen fin.
— ¿Por qué?
— Si no lo sabes, no podrías comprenderlo.
— Lo sé, Olaf, pero ¿de qué se trata? ¿Somos verdaderamente salvajes?
— No tengo idea. Pasamos diez años sin mujeres. Es lo primero que has de tener en cuenta.
— Pero eso no lo explica todo. Hay en mí una desconsideración tal, que no respetaría nadie, ¿comprendes?
— Eso no es cierto del todo — replicó —. No, no es cierto.
— De acuerdo, pero sabes a qué me refiero, ¿verdad?
— Claro que sí.
Callamos de nuevo.
— ¿Quieres seguir disparatando o boxeamos…? — me preguntó.
Me eché a reír.
— ¿Cómo has conseguido los guantes?
— Nunca lo adivinarías, Hal.
— ¿Los has hecho hacer?
— ¡Qué va! Los robé.
— ¡No puede ser!
— Que el cielo me ayude, si es mentira. Estaban en un museo…. por eso tuve que volar hasta Estocolmo, ¿sabes?
— Muy bien, pues adelante.
Deshizo su modesto equipaje y se puso el bañador. Nos echamos los albornoces sobre los hombros y salimos. Todavía era temprano. Faltaba media hora para que sirvieran el desayuno.
— Será mejor que vayamos detrás de la casa — propuse —. Desde allí no puede vernos nadie.
Nos detuvimos en un claro entre los altos arbustos. Primero pisamos concienzudamente la hierba, hasta aplastarla.