Un pequeño ensayo sociográfico de Murwick contenía numerosos datos interesantes sobre el movimiento de resistencia contra la betrización, violento su sus comienzos. El más pertinaz había correspondido a países con una larga tradición de luchas sangrientas, como España y ciertos estados de Hispanoamérica. Por lo demás, las organizaciones ilegales para la lucha contra la betrización surgieron casi en todo el mundo, especialmente en Sudáfrica, México y ciertas islas tropicales. Utilizaban todos los medios, desde la falsificación de certificados médicos sobre intervenciones realizadas hasta el asesinato de los médicos que llevaban a cabo dichas intervenciones.
Cuando hubo pasado el tiempo de la resistencia masiva y los choques violentos, reinó una calma ilusoria. Era ilusoria porque entonces empezó a perfilarse un conflicto entre las generaciones. La juventud betrizada rechazó, al crecer, la mayor parte de los adelantos humanos: las costumbres y usanzas, el arte, toda la herencia cultural fue revalorizada de modo espectacular. El cambio afectó a numerosos ámbitos, desde el erotismo y las costumbres sociales hasta la actitud hacia la guerra.
Se esperaba, como es natural, una gran división de los pueblos. La ley no entró en vigor hasta cinco años después de su promulgación. Durante este tiempo se formaron gigantescos cuadros de educadores, psicólogos y especialistas, que debían velar por el apropiado desarrollo de la nueva generación. Era necesaria una serie de reformas escolares, cambios de repertorio en los espectáculos, temas de lectura y películas. La betrización — para expresar en pocas palabras el alcance de este enorme cambio — absorbió en los diez primeros años el cuarenta por ciento de la renta nacional de toda la Tierra, debido a sus numerosas y ramificadas consecuencias y necesidades.
Fue una época de grandes tragedias. La juventud betrizada se alejó de sus propios progenitores. Ya no compartía sus intereses y aborrecía sus inclinaciones sangrientas. Durante un cuarto de siglo tuvieron que existir dos clases de revistas, libros y obras de teatro: una para los miembros de la vieja generación y otra para los de la nueva.
Todo esto ocurrió ochenta años atrás. Actualmente nacían los hijos de la tercera generación betrizada, y de los no betrizados sólo vivía un número insignificante: eran ya ancianos de ciento treinta años. Lo que había constituido la esencia de su juventud parecía tan lejano a la nueva generación como las tradiciones de la Edad de Piedra.
En el libro de historia encontré por fin informaciones sobre el segundo suceso en importancia del siglo pasado. Se trataba del triunfo sobre la gravitación. Incluso se había llamado a dicha época el «siglo de la parastática». Mi generación soñaba con dominar la gravitación, esperando que significara una transformación total de la astronáutica. La realidad fue distinta: la transformación tuvo lugar, pero afectó sobre todo a la Tierra.
Uno de los horrores de mi tiempo era el problema de la «muerte en tiempos de paz», causado por los accidentes de tráfico. Todavía recuerdo que los cerebros más preclaros se esforzaban por reducir las estadísticas siempre en ascenso de los accidentes mediante la disminución del tráfico en las calles y carreteras continuamente atestadas. Cientos de miles de personas perdían anualmente la vida en accidentes de circulación; el problema parecía tan insoluble como el de la cuadratura del círculo. «No existe una garantía de seguridad para el peatón — se decía-; el mejor avión, el coche o el tren más resistente puede escapar al control humano; los autómatas son más seguros que el hombre, pero también ellos sufren averías; así pues, incluso la técnica más perfeccionada tiene cierto límite de tolerancia, un tanto por ciento de errores.» La parastática, la ciencia de la gravitación, introdujo una solución tan inesperada como necesaria. El mundo de los betrizados tenía que ser un mundo de total seguridad: de lo contrario, la perfección biológica de esta intervención no habría servido de nada. Roemer tenía razón. La esencia de este descubrimiento sólo podía expresarse a través de las matemáticas; de unas matemáticas infernales, añadiría yo. Emil Mitke, hijo de un funcionario de Correos, un genio lisiado, dio con una solución general, válida «para todos los universos posibles», que hacía con la teoría de la relatividad lo mismo que hiciera Einstein con la teoría de Newton. Era una historia larga, extraordinaria e inverosímil como todas las historias verdaderas, una mezcla de cosas insignificantes e importantes, de la ridiculez humana con la grandeza humana, que al final, al cabo de cuarenta años, culminó con la aparición de la «cajita negra».