Cuando me desperté, ella dormía. Era otra habitación. No, la misma, pero cambiada en cierto modo: una parte de la pared se había desplazado y se veía el día naciente. Sobre nosotros, como olvidada, lucía una esbelta lámpara. Enfrente, sobre las copas de los árboles aún casi negras, el cielo se aclaraba. Con cuidado me trasladé hasta el borde del diván. Ella murmuró algo parecido a «Alan» y siguió durmiendo. Atravesé grandes salas vacías. Todas las ventanas daban al este. Entró un destello de sol y llenó todos los muebles transparentes, tembloroso como un fulgor de vino tinto. Vi a través de la serie de habitaciones la silueta de un hombre; era un robot nacarado, sin rostro; su tronco brillaba débilmente, algo ardía en su interior, como una lamparilla ante la imagen de un santo; una pequeña llama de color granate.
— Quiero salir de aquí — dije.
— Muy bien, señor.
Escaleras plateadas, verdes, azules. Me despedí de pronto de todos los rostros de Aen en el vestíbulo de techo alto como el de una iglesia. Ya era de día. El robot me abrió la puerta. Le ordené que me pidiera un glider.
— Muy bien, señor. ¿Quiere utilizar el glider de la casa?
— De acuerdo. Quiero ir al hotel Alearon.
— Muy bien. Siempre a su servicio.
Alguien ya me lo había dicho una vez. Pero ¿quién? No podía acordarme.
Por una escalera empinada — para que nadie olvidase hasta el fin que esto era un palacio y no una casa corriente — bajamos los dos; a la luz del sol naciente me senté en el vehículo.
Cuando partió, miré a mi alrededor. El robot seguía allí en su actitud respetuosa, algo parecido a una mantis con sus flacos brazos cruzados.
Las calles estaban casi vacías. Las villas descansaban en los jardines como barcos abandonados. O como si se hubieran posado por unos instantes entre los setos y árboles y plegado sus alas triangulares y multicolores.
En el centro había más gente. Casas, aguja, de puntas calentadas por el sol, casas, palmeras, casas gigantescas sobre pilares muy separados entre sí; la calle pasaba por en medio y proseguía hacia el espacio azul; no miré más lejos. En el hotel tomé un baño y telefoneé a la agencia de viajes. Reservé el ulder para las doce. Era divertido hacer estos encargos con tanta facilidad, teniendo en cuenta que no tenía la menor idea de qué era un ulder.
Aún disponía de cuatro horas de tiempo. Llamé al infor del hotel y pregunté acerca de los Bregg. Yo no tenía hermanos, pero el hermano de mi padre había dejado dos hijos, un niño y una niña. Si éstos ya no vivían, tal vez sus hijos…
El infor me encontró once personas apellidadas Bregg. Entonces quise saber su genealogía y resultó que sólo una de ellas, Atal Bregg, pertenecía a mi familia. Era el nieto de mi tío, y ya no muy joven, pues casi tenía sesenta años.
Ahora ya sabía lo que quería saber. Llegué incluso a levantar el auricular para llamarle, pero colgué de nuevo. ¿Qué iba a decirle? ¿O él a mí? ¿Cómo había muerto mi padre? ¿O mi madre? Yo había muerto antes para ellos y como póstumo no tenía el menor derecho a preguntar. Habría sido una verdadera perversidad, un engaño. Solamente yo podía esconderme en el tiempo, que para mí era menos mortal que para ellos. Ellos me habían enterrado en las estrellas, no yo a ellos en la Tierra.
No obstante, descolgué el auricular. La señal fue larga. Por fin contestó el robot doméstico y me dijo que Atal Bregg no se encontraba en la Tierra.
— ¿Dónde está? — interrogué rápidamente.
— En la Luna. Se fue por cuatro días. ¿Qué recado he de darle?
— ¿Qué hace? ¿Cuál es su profesión? — pregunté —. Porque no estoy seguro de que sea el caballero que busco, tal vez se trate de un error…
En cierto modo, a los robots era más fácil mentirles.
— Es psicópeda.
— Gracias. Volveré a llamar dentro de unos días.
Colgué. En todo caso, no era astronauta; menos mal.
Llamé de nuevo al infor del hotel y pregunté qué clase de distracción podían recomendarme para dos o tres horas.
— Le invitamos a nuestro realón — me dijo.
— ¿Qué se representa?
— La novia. Es el último real de Aen Aenis.
Bajé en el ascensor; estaba en la planta baja. La representación ya había comenzado, pero el robot de la entrada me dijo que no me había perdido casi nada, sólo unos minutos. Me guió en la oscuridad, extrajo de algún modo un asiento en forma de huevo, me aposentó en él y desapareció.
La primera impresión era parecida a la del teatro en las primeras filas, pero no del todo:
me hallaba en el escenario, tan cerca estaban los actores. Era como si pudiera alcanzarles con la mano. No habría podido acertarlo más: se trataba de una pieza de mi tiempo, o sea de un drama histórico; la época no estaba bien determinada, pero a juzgar por algunos detalles, la acción tenía lugar algunos años después de mi marcha.