Tampoco es que la colina brillara por sus calles de oro y sus cucharas de plata. Se trataba de clase trabajadora, obreros, Chevys, Fords y Dodges aparcados delante de casas sencillas de una planta, y alguna ocasional casita de estilo victoriano. Sin embargo, la gente de la colina era propietaria de sus casas; la gente de las marismas solía vivir de alquiler. Las familias de la colina iban a la iglesia, permanecían unidas y aguantaban pancartas en las esquinas durante los meses previos a las elecciones. En cambio, la gente de las marismas, que sabía lo que hacía, vivía a veces como animales; diez en un piso, la basura por la calle -Sean y sus amigos de Saint Mike solían llamarlo Wellieville-. Esas familias vivían del desempleo, llevaban a sus hijos a la escuela pública y se divorciaban. Así pues, mientras Sean iba a la escuela parroquial Saint Mike con pantalones negros, corbata negra y camisa azul, Jimmy y Dave iban a la escuela Lewis M. Dewey de Blaxston. Los niños que iban a esta última escuela se podían poner ropa de calle, lo cual estaba muy bien; pero normalmente llevaban la misma ropa tres de cada cinco días, y eso ya no les gustaba tanto. Les rodeaba un halo grasiento: pelo grasiento, piel grasa, cuellos y puños grasientos. Muchos chicos tenían verdugones desiguales de acné y dejaban el colegio muy pronto. Algunas chicas llevaban vestidos de embarazada a la ceremonia de graduación.
Así pues, si no hubiera sido por sus padres, probablemente nunca se habrían hecho amigos. Durante la semana nunca salían juntos, pero tenían aquellos sábados, y había algo en esa época, tanto si pasaban el rato en el patio trasero como si vagaban por las pilas de grava que había al final de la calle Harvest, como si se subían al metro de un salto y se iban al centro de la ciudad -no para ver nada, simplemente para atravesar los oscuros túneles y oír el traqueteo y los frenazos de los vagones a medida que tomaban las curvas de los raíles y las luces apagarse y encenderse – donde Sean se sentía como si aguantara la respiración. Cuando uno estaba con Jimmy, podía pasar cualquier cosa. Si sabía que había normas -en el metro, en la calle, en el cine-, nunca lo demostraba.
Una vez en South Station, cuando se lanzaban una pelota de hockey de color naranja de un extremo a otro del andén, la pelota fue rebotando hasta caer en los raíles sin tiempo a que Jimmy la recogiera. Antes de que a Sean ni siquiera pudiera ocurrírsele, Jimmy ya había bajado hasta las vías de un salto, con los ratones, las ratas y el tercer raíl.
La gente que había en el andén se puso como loca. Empezaron a gritarle, una mujer se puso del color de la ceniza de cigarro mientras se arrodillaba y chillaba: «¡Haz el favor de subir, haz el favor de subir ahora mismo, maldita sea!». Sean oyó un ruido sordo y apagado que podía ser el de un tren que entrara por el túnel de la calle Washington o de los camiones que circulaban por la calle; la gente del andén también lo oyó. Agitaban los brazos y movían la cabeza de un lado a otro en busca de los guardias de seguridad del metro. Un hombre le tapó los ojos a su hija con el antebrazo.
Jimmy, con la cabeza baja, intentaba localizar la pelota en la oscuridad, debajo del andén. La encontró. Le quitó la mugre con la manga de la camisa y no hizo ni caso a la gente, que se había arrodillado en la línea amarilla y extendía las manos hacia las vías.
Dave le dio un codazo a Sean y le dijo: «¡Uf, eh!», en un tono de voz
Jimmy empezó a andar entre las vías en dirección a las escaleras de uno de los extremos del andén, allí donde el túnel se abría y se volvía oscuro; un ruido más fuerte sacudió la estación, y en aquel momento la gente saltaba literalmente y se golpeaba las caderas con los puños. Jimmy se lo tomó con calma, andaba muy despacio; luego se volvió y mirando por encima del hombro, captó la mirada de Sean y le hizo una mueca.
– Sonríe. Sencillamente está loco, ¿saben? -declaró Dave.
Cuando Jimmy llegó al primer escalón de las escaleras de cemento, varias personas tendieron las manos y tiraron de él hacia arriba. Sean observó cómo sus pies se balanceaban hacia fuera y hacia la izquierda, cómo retorcía la cabeza y la inclinaba hacia la derecha; a pesar de tener una apariencia diminuta y ligera entre los brazos de aquel hombre, corpulento como si estuviera relleno de paja, Jimmy no dejaba de apretar con fuerza la pelota contra su pecho, incluso cuando la gente lo asió de los codos y se golpeó la espinilla contra el borde del andén. Sean sentía el nerviosismo de Dave junto a él, una sensación de desconcierto. Sean contempló las caras de la gente que tiraban de Jimmy y ya no vio ni miedo ni preocupación, ni ningún rastro de desesperanza como había visto hacía tan sólo un minuto. Avistó rabia, caras de monstruos con facciones tensas y feroces, como si estuvieran a punto de inclinarse hacia delante, arrancar un trozo de Jimmy a mordiscos y matarle a palos.