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—Vamos juntos, sólo nos queda un minuto —dijo Ron a Harry.

Harry se aseguró de que la jaula de Hedwig estuviera bien sujeta encima del baúl, y empujó el carrito contra la barrera. No le daba miedo; era mucho más seguro que usar los polvos flu. Se inclinaron sobre la barra de sus carritos y se encaminaron con determinación hacia la barrera, cogiendo velocidad. A un metro de la barrera, empezaron a correr y...

¡PATAPUM!

Los dos carritos chocaron contra la barrera y rebotaron. El baúl de Ron saltó y se estrelló contra el suelo con gran estruendo, Harry se cayó y la jaula de Hedwig, al dar en el suelo, rebotó y salió rodando, con la lechuza dentro dando unos terribles chillidos.

Todo el mundo los miraba, y un guardia que había allí cerca les gritó:

—¿Qué demonios estáis haciendo?

—He perdido el control del carrito —dijo Harry entre jadeos, sujetándose las costillas mientras se levantaba. Ron salió corriendo detrás de la jaula de Hedwig, que estaba provocando tal escena que la multitud hacía comentarios sobre la crueldad con los animales.

—¿Por qué no hemos podido pasar? —preguntó Harry a Ron.

—Ni idea.

Ron miró furioso a su alrededor. Una docena de curiosos todavía los estaban mirando.

—Vamos a perder el tren —se quejó—. No comprendo por qué se nos ha cerrado el paso.

Harry miró el reloj gigante de la estación y sintió náuseas en el estómago. Diez segundos..., nueve segundos... Avanzó con el carrito, con cuidado, hasta que llegó a la barrera, y empujó a continuación con todas sus fuerzas. La barrera permaneció allí, infranqueable.

Tres segundos..., dos segundos..., un segundo...

—Ha partido —dijo Ron, atónito—. El tren ya ha partido. ¿Qué pasará si mis padres no pueden volver a recogernos? ¿Tienes algo de dinero muggle?

Harry soltó una risa irónica.

—Hace seis años que los Dursley no me dan la paga semanal.

Ron pegó la cabeza a la fría barrera.

No oigo nada —dijo preocupado—. ¿Qué vamos a hacer? No sé cuánto tardarán mis padres en volver por nosotros.

Echaron un vistazo a la estación. La gente todavía los miraba, principalmente a causa de los alaridos incesantes de Hedwig.

—A lo mejor tendríamos que ir al coche y esperar allí —dijo Harry—. Estamos llamando demasiado la aten...

—¡Harry! —dijo Ron, con los ojos refulgentes—. ¡El coche!


—¿Qué pasa con él?

—¡Podemos llegar a Hogwarts volando!

—Pero yo creía...

—Estamos en un apuro, ¿verdad? Y tenemos que llegar al colegio, ¿verdad? E

incluso a los magos menores de edad se les permite hacer uso de la magia si se trata de una verdadera emergencia, sección decimonovena o algo así de la Restricción sobre Chismes...

El pánico que sentía Harry se convirtió de repente en emoción.

—¿Sabes hacerlo volar?

—Por supuesto —dijo Ron, dirigiendo su carrito hacia la salida—. Venga, vamos, si nos damos prisa podremos seguir al expreso de Hogwarts.

Y abriéndose paso a través de la multitud de muggles curiosos, salieron de la estación y regresaron a la calle lateral donde habían aparcado el viejo Ford Anglia. Ron abrió el gran maletero con unos golpes de varita mágica. Metieron dentro los baúles, dejaron a Hedwig en el asiento de atrás y se acomodaron delante.

—Comprueba que no nos ve nadie —le pidió Ron, arrancando el coche con otro golpe de varita. Harry sacó la cabeza por la ventanilla; el tráfico retumbaba por la avenida que tenían delante, pero su calle estaba despejada.

—Vía libre —dijo Harry.

Ron pulsó un diminuto botón plateado que había en el salpicadero y el coche desapareció con ellos. Harry notaba el asiento vibrar debajo de él, oía el motor, sentía sus propias manos en las rodillas y las gafas en la nariz, pero, a juzgar por lo que veía, se había convertido en un par de ojos que flotaban a un metro del suelo en una lúgubre calle llena de coches aparcados.

—¡En marcha! —dijo a su lado la voz de Ron.

Fue como si el pavimento y los sucios edificios que había a cada lado empezaran a caer y se perdieran de vista al ascender el coche; al cabo de unos segundos, tenían todo Londres bajo sus pies, impresionante y neblinoso.

Entonces se oyó un ligero estallido y reaparecieron el coche, Ron y Harry.

—¡Vaya! —dijo Ron, pulsando el botón del accionador de invisibilidad—. Se ha estropeado.

Los dos se pusieron a darle golpes. El coche desapareció, pero luego empezó a aparecer y desaparecer de forma intermitente.

—¡Agárrate! —gritó Ron, y apretó el acelerador. Como una bala, penetraron en las nubes algodonosas y todo se volvió neblinoso y gris.

—¿Y ahora qué? —preguntó Harry, pestañeando ante la masa compacta de nubes que los rodeaba por todos lados.

—Tendríamos que ver el tren para saber qué dirección seguir —dijo Ron.

—Vuelve a descender, rápido.

Descendieron por debajo de las nubes, y se asomaron mirando hacia abajo con los ojos entornados.

—¡Ya lo veo! —gritó Harry—. ¡Todo recto, por allí!

El expreso de Hogwarts corría debajo de ellos, parecido a una serpiente roja.

—Derecho hacia el norte —dijo Ron, comprobando el indicador del salpicadero—.

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