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—Exacto —corroboró con crueldad tío Vernon—. Yo los haré pasar al salón, te los presentaré, Petunia, y les serviré algo de beber. A las ocho quince...

—Anunciaré que está lista la cena —dijo tía Petunia—. Y tú, Dudley, dirás...

—¿Me permite acompañarla al comedor, señora Mason? —dijo Dudley, ofreciendo su grueso brazo a una mujer invisible.

—¡Mi caballerito ideal! —suspiró tía Petunia.

—¿Y tú? —preguntó tío Vernon a Harry con brutalidad.

—Me quedaré en mi dormitorio, sin hacer ruido para que no se note que estoy

—recitó Harry.

—Exacto. Bien, tendríamos que tener preparados algunos cumplidos para la cena.

Petunia, ¿sugieres alguno?

—Vernon me ha asegurado que es usted un jugador de golf excelente, señor Mason... Dígame dónde ha comprado ese vestido, señora Mason...

—Perfecto... ¿Dudley?

—¿Qué tal: «En el colegio nos han mandado escribir una redacción sobre nuestro héroe preferido, señor Mason, y yo la he hecho sobre usted»?

Esto fue más de lo que tía Petunia y Harry podían soportar. Tía Petunia rompió a llorar de la emoción y abrazó a su hijo, mientras Harry escondía la cabeza debajo de la mesa para que no lo vieran reírse.

—¿Y tú, niño?

Al enderezarse, Harry hizo un esfuerzo por mantener serio el semblante.

—Me quedaré en mi dormitorio, sin hacer ruido para que no se note que estoy

—repitió.

—Eso espero —dijo el tío duramente—. Los Mason no saben nada de tu existencia y seguirán sin saber nada. Al terminar la cena, tú, Petunia, volverás al salón con la señora Mason para tomar el café y yo abordaré el tema de los taladros. Con un poco de suerte, cerraremos el trato, y el contrato estará firmado antes del telediario de las diez. Y

mañana mismo nos iremos a comprar un apartamento en Mallorca.

A Harry aquello no le emocionaba mucho. No creía que los Dursley fueran a quererlo más en Mallorca que en Privet Drive.

—Bien..., voy a ir a la ciudad a recoger los esmóquines para Dudley y para mí. Y

tú —gruñó a Harry—, mantente fuera de la vista de tu tía mientras limpia.

Harry salió por la puerta de atrás. Era un día radiante, soleado. Cruzó el césped, se dejó caer en el banco del jardín y canturreó entre dientes: «Cumpleaños feliz..., cumpleaños feliz..., me deseo yo mismo...»

No había recibido postales ni regalos, y tendría que pasarse la noche fingiendo que no existía. Abatido, fijó la vista en el seto. Nunca se había sentido tan solo. Antes que ninguna otra cosa de Hogwarts, antes incluso que jugar al quidditch, lo que de verdad echaba de menos era a sus mejores amigos, Ron Weasley y Hermione Granger. Pero ellos no parecían acordarse de él. Ninguno de los dos le había escrito en todo el verano, a pesar de que Ron le había dicho que lo invitaría a pasar unos días en su casa.

Un montón de veces había estado a punto de emplear la magia para abrir la jaula de Hedwig y enviarla a Ron y a Hermione con una carta, pero no valía la pena correr el riesgo. A los magos menores de edad no les estaba permitido emplear la magia fuera del colegio. Harry no se lo había dicho a los Dursley; sabía que la única razón por la que no lo encerraban en la alacena debajo de la escalera junto con su varita mágica y su escoba voladora era porque temían que él pudiera convertirlos en escarabajos. Durante las dos primeras semanas, Harry se había divertido murmurando entre dientes palabras sin sentido y viendo cómo Dudley escapaba de la habitación todo lo deprisa que le permitían sus gordas piernas. Pero el prolongado silencio de Ron y Hermione le había hecho sentirse tan apartado del mundo mágico, que incluso el burlarse de Dudley había perdido la gracia..., y ahora Ron y Hermione se habían olvidado de su cumpleaños.

¡Lo que habría dado en aquel momento por recibir un mensaje de Hogwarts, de un mago o una bruja! Casi le habría alegrado ver a su mortal enemigo, Draco Malfoy, para convencerse de que aquello no había sido solamente un sueño...

Aunque no todo el curso en Hogwarts resultó divertido. Al final del último trimestre, Harry se había enfrentado cara a cara nada menos que con el mismísimo lord Voldemort. Aun cuando no fuera más que una sombra de lo que había sido en otro tiempo, Voldemort seguía resultando terrorífico, era astuto y estaba decidido a recuperar el poder perdido. Por segunda vez, Harry había logrado escapar de las garras de Voldemort, pero por los pelos, y aún ahora, semanas más tarde, continuaba despertándose en mitad de la noche, empapado en un sudor frío, preguntándose dónde estaría Voldemort, recordando su rostro lívido, sus ojos muy abiertos, furiosos...

De pronto, Harry se irguió en el banco del jardín. Se había quedado ensimismado mirando el seto... y el seto le devolvía la mirada. Entre las hojas habían aparecido dos grandes ojos verdes.

Una voz burlona resonó detrás de él en el jardín y Harry se puso de pie de un salto.

—Sé qué día es hoy —canturreó Dudley, acercándosele con andares de pato.

Los ojos grandes se cerraron y desaparecieron.

—¿Qué? —preguntó Harry, sin apartar la vista del lugar por donde habían desaparecido.

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