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—¿Cuánto puede llegar uno a engordar? —susurró Ron entusiasmado al ver que Crabbe, lleno de alegría, señalaba a Goyle los pasteles y los cogía. Sonriendo de forma estúpida, se metieron los pasteles enteros en la boca. Los masticaron glotonamente durante un momento, poniendo cara de triunfo. Luego, sin el más leve cambio en la expresión, se desplomaron de espaldas en el suelo.

Lo más difícil fue arrastrarlos hasta el armario, al otro lado del vestíbulo. En cuanto los tuvieron bien escondidos entre las fregonas y los calderos, Harry arrancó un par de pelos como cerdas, de los que Goyle tenía bien avanzada la frente, y Ron arrancó a Crabbe también algunos. Les cogieron asimismo los zapatos, porque los suyos eran demasiado pequeños para el tamaño de los pies de Crabbe y Goyle. Luego, todavía aturdidos por lo que acababan de hacer, corrieron hasta los aseos de Myrtle la Llorona.

Apenas podían ver nada a través del espeso humo negro que salía del retrete en que Hermione estaba removiendo el caldero. Subiéndose las túnicas para taparse la cara, Harry y Ron llamaron suavemente a la puerta.

—¿Hermione?

Se oyó el chirrido del cerrojo y salió Hermione, con la cara sudorosa y una mirada inquieta. Tras ella se oía el gluglu de la poción que hervía, espesa como melaza. Sobre la taza del retrete había tres vasos de cristal ya preparados.

Harry sacó el pelo de Goyle.

—Bien. Y yo he cogido estas túnicas de la lavandería —dijo Hermione, enseñándoles una pequeña bolsa—. Necesitaréis tallas mayores cuando os hayáis convertido en Crabbe y Goyle.

Los tres miraron el caldero. Vista de cerca, la poción parecía barro espeso y oscuro que borboteaba lentamente.

—Estoy segura de que lo he hecho todo bien —dijo Hermione, releyendo nerviosamente la manchada página de Moste Potente Potions—. Parece que es tal como dice el libro... En cuanto la hayamos bebido, dispondremos de una hora antes de volver a convertirnos en nosotros mismos.

—¿Qué se hace ahora? —murmuró Ron.

—La separamos en los tres vasos y echamos los pelos. Hermione sirvió en cada vaso una cantidad considerable de poción. Luego, con mano temblorosa, trasladó el pelo de Millicent Bulstrode de la botella al primero de los vasos.

La poción emitió un potente silbido, como el de una olla a presión, y empezó a salir muchísima espuma. Al cabo de un segundo, se había vuelto de un amarillo asqueroso.

—Aggg..., esencia de Millicent Bulstrode —dijo Ron, mirándolo con aversión—.

Apuesto a que tiene un sabor repugnante.

—Echad los vuestros, venga —les dijo Hermione.

Harry metió el pelo de Goyle en el vaso del medio, y Ron, el pelo de Crabbe en el último. Una y otra poción silbaron y echaron espuma, la de Goyle se volvió del color caqui de los mocos, y la de Crabbe, de un marrón oscuro y turbio.

—Esperad —dijo Harry, cuando Ron y Hermione cogieron sus vasos—. Será mejor que no los bebamos aquí juntos los tres: al convertirnos en Crabbe y Goyle ya no estaremos delgados. Y Millicent Bulstrode tampoco es una sílfide.

—Bien pensado —dijo Ron, abriendo la puerta—. Vayamos a retretes separados.

Con mucho cuidado para no derramar una gota de poción multijugos, Harry pasó al del medio.

—¿Listos? —preguntó.

—Listos —le contestaron las voces de Ron y Hermione.

—A la una, a las dos, a las tres...

Tapándose la nariz, Harry se bebió la poción en dos grandes tragos. Sabía a col muy cocida.

Inmediatamente, se le empezaron a retorcer las tripas como si acabara de tragarse serpientes vivas. Se encogió y temió ponerse malo. Luego, un ardor surgido del estómago se le extendió rápidamente hasta las puntas de los dedos de manos y pies.

Jadeando, se puso a cuatro patas y tuvo la horrible sensación de estarse derritiendo al notar que la piel de todo el cuerpo le quemaba como cera caliente, y antes de que los ojos y las manos le empezaran a crecer, los dedos se le hincharon, las uñas se le ensancharon y los nudillos se le abultaron como tuercas. Los hombros se le separaron dolorosamente, y un picor en la frente le indicó que el pelo se le caía sobre las cejas. Se le rasgó la túnica al ensanchársele el pecho como un barril que reventara los cinchos.

Los pies le dolían dentro de unos zapatos cuatro números menos de su medida...

Todo concluyó tan repentinamente como había comenzado. Harry se encontró tendido boca abajo, sobre el frío suelo de piedra, oyendo a Myrtle sollozar de tristeza al fondo de los aseos. Con dificultad, se desprendió de los zapatos y se puso de pie. O sea que así se sentía uno siendo Goyle. Con una gran mano temblorosa se desprendió de su antigua túnica, que le quedaba a un palmo de los tobillos, se puso la otra y se abrochó los zapatos de Goyle, que eran como barcas. Se llevó una mano a la frente para retirarse el pelo de los ojos, y se encontró sólo con unos pelos cortos, como cerdas, que le nacían en la misma frente. Entonces comprendió que las gafas le nublaban la vista, porque obviamente Goyle no las necesitaba. Se las quitó y preguntó:

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