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Aragog chascó sus pinzas enojado, y el resto de las arañas de la hondonada hizo lo mismo: era como si aplaudiesen, sólo que los aplausos no solían aterrorizar a Harry.

—Pero aquello fue hace años —dijo Aragog con fastidio—. Hace un montón de años. Lo recuerdo bien. Por eso lo echaron del colegio. Creyeron que yo era el monstruo que vivía en lo que ellos llaman la Cámara de los Secretos. Creyeron que Hagrid había abierto la cámara y me había liberado.

—Y tú... ¿tú no saliste de la Cámara de los Secretos? —dijo Harry, notando un sudor frío en la frente.

—¡Yo! —dijo Aragog, chascando de enfado—. Yo no nací en el castillo. Vine de una tierra lejana. Un viajero me regaló a Hagrid cuando yo estaba en el huevo. Hagrid sólo era un niño, pero me cuidó, me escondió en un armario del castillo, me alimentó con sobras de la mesa. Hagrid es un gran amigo mío, y un gran hombre. Cuando me descubrieron y me culparon de la muerte de una muchacha, él me protegió. Desde entonces, he vivido siempre en el bosque, donde Hagrid aún viene a verme. Hasta me encontró una esposa, Mosag, y ya veis cómo ha crecido mi familia, gracias a la bondad de Hagrid...

Harry reunió todo el valor que le quedaba.

—¿Así que tú nunca... nunca atacaste a nadie?

—Nunca —dijo la vieja araña con voz ronca—. Mi instinto me habría empujado a ello, pero, por consideración a Hagrid, nunca hice daño a un ser humano. El cuerpo de la muchacha asesinada fue descubierto en los aseos. Yo nunca vi nada del castillo salvo el armario en que crecí. A nuestra especie le gusta la oscuridad y el silencio.

—Pero entonces... ¿sabes qué es lo que mató a la chica? —preguntó Harry—.

Porque, sea lo que sea, ha vuelto a atacar a la gente...

Los chasquidos y el ruido de muchas patas que se movían de enojo ahogaron sus palabras. Al mismo tiempo, grandes figuras negras parecían crecer a su alrededor.

—Lo que habita en el castillo —dijo Aragog— es una antigua criatura a la que las arañas tememos más que a ninguna otra cosa. Recuerdo bien que le rogué a Hagrid que me dejara marchar cuando me di cuenta de que la bestia rondaba por el castillo.

—¿Qué es? —dijo Harry enseguida.

Las pinzas chascaron más fuerte. Parecía que las arañas se acercaban.

—¡No hablamos de eso! —dijo con furia Aragog—. ¡No lo nombramos! Ni siquiera a Hagrid le dije nunca el nombre de esa horrible criatura, aunque me preguntó varias veces.

Harry no quiso insistir, y menos con las arañas que se acercaban cada vez más por todos lados. Aragog parecía cansada de hablar. Iba retrocediendo despacio hacia su tela, pero las demás arañas seguían acercándose, poco a poco, a Harry y Ron.

—En ese caso, ya nos vamos —dijo Harry desesperadamente a Aragog, al oír los crujidos muy cerca.

—¿Iros? —dijo Aragog despacio—. Creo que no...

—Pero, pero...

—Mis hijos e hijas no hacen daño a Hagrid, ésa es mi orden. Pero no puedo negarles un poco de carne fresca cuando se nos pone delante voluntariamente. Adiós, amigo de Hagrid.

Harry miró a todos lados. A muy poca distancia, mucho más alto que él, había un frente de arañas, como un muro macizo, chascando sus pinzas y con sus múltiples ojos brillando en las horribles cabezas negras.

Al coger su varita, Harry sabía que no le iba a servir, que había demasiadas arañas, pero estaba decidido a hacerles frente, dispuesto a morir luchando. Pero en aquel instante se oyó un ruido fuerte, y un destello de luz iluminó la hondonada.

El coche del padre de Ron rugía bajando la hondonada, con los faros encendidos, tocando la bocina, apartando a las arañas al chocar con ellas. Algunas caían del revés y se quedaban agitando sus largas patas en el aire. El coche se detuvo con un chirrido delante de Harry y Ron, y abrió las puertas.

—¡Coge a Fang! —gritó Harry, metiéndose por la puerta delantera.

Ron cogió al perro, que no paraba de aullar, por la barriga y lo metió en los asientos de atrás. Las puertas se cerraron de un portazo. Ni Ron puso el pie en el acelerador ni falta que hizo. El motor dio un rugido, y el coche salió atropellando arañas. Subieron la cuesta a toda velocidad, salieron de la hondonada y enseguida se internaron en el bosque chocando contra todo lo que se les ponía por delante, con las ramas golpeando las ventanillas, mientras el coche se abría camino hábilmente a través de los espacios más amplios, siguiendo un camino que obviamente conocía.

Harry miró a Ron. En la boca aún conservaba la mueca del grito mudo, pero sus ojos ya no estaban desorbitados.

—¿Estás bien?

Ron miraba fijamente hacia delante, incapaz de hablar. Se abrieron camino a través de la maleza, con Fang aullando sonoramente en el asiento de atrás. Harry vio cómo al rozar un árbol arrancaba de cuajo el retrovisor exterior. Después de diez minutos de ruido y tambaleo, el bosque se aclaró y Harry vio de nuevo algunos trozos de cielo.

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