Читаем Solaris полностью

Durante algún tiempo, hubo intentos de defenderla mediante una teoría que alegaba que el océano no tenía nada que ver con la vida, que ni siquiera era una formación «para-», o bien «pre-biológica», sino más bien una formación geológica, seguramente increíble, pero que solo era capaz de fijar la órbita de Solaris mediante cambios en su fuerza gravitatoria; con este motivo, se citó el principio de Le Chatelier.

En contra de dicha postura, de corte conservador, surgieron otras hipótesis; pongamos como ejemplo una de las mejor documentadas: la de Civita-Vitta, según la cual el océano era el resultado de un desarrollo dialéctico: desde su forma primigenia, el preocéano, una solución de cuerpos químicos que reaccionaban perezosamente, logró —bajo la presión de las condiciones (o sea, los cambios en la órbita que amenazaban su existencia), y sin la intermediación de los distintos grados del desarrollo terrestre, saltándose por tanto las fases de creación de los protistas y los metazoos, la eclosión vegetal y animal, así como la aparición del sistema nervioso y el cerebro— evolucionar inmediatamente a la fase de «océano homeostático». En otras palabras, no se fue adaptando durante millones de años a su entorno (como sí hicieron los organismos terrestres) para desembocar, transcurrido ese largo periodo de tiempo, en una especie racional, sino que enseguida controló su entorno, sin apenas fases intermedias.

Era una idea bastante original, pero seguía sin saberse de qué manera una gelatina almibarada era capaz de estabilizar la órbita de un cuerpo celeste. Desde hacía casi un siglo, se conocían aparatos capaces de crear campos de fuerza y por ende gravedad — los llamados gravitadores —, pero nadie conseguía imaginarse cómo una pegajosa sustancia amorfa conseguiría los mismos resultados que los gravitadores, que se fundaban en complicadas reacciones nucleares y que requerían altísimas temperaturas. En los periódicos de la época, extasiados por aquel entonces — e instigados por la curiosidad de sus lectores y por la perplejidad de los científicos— ante las más rebuscadas ideas sobre lo que se conoció como el «misterio de Solaris», tampoco faltaron teorías que aseguraban que el océano intraplanetario era una especie de primo lejano de las anguilas eléctricas terráqueas.

Cuando se consiguió por fin desentrañar el enigma, al menos en parte, resultó que la explicación resultante vino a arrojar — como ocurriría más tarde con todo lo relativo a Solaris— una incógnita quizás más sorprendente todavía que la anterior.

Las investigaciones demostraron que el océano no funcionaba según el mismo principio que nuestros modernos gravitadores (lo cual, de todas formas, resultaría físicamente imposible), sino que era capaz de modelar directamente la métrica del espacio-tiempo, lo cual, entre otras cosas, producía, en el mismo meridiano de Solaris, desviaciones en las mediciones de tiempo. Por lo tanto, el océano no solo conocía de algún modo las consecuencias derivadas de la teoría de Einstein-Boevy, sino que también sabía ponerlas en práctica, al contrario que nosotros.

Estas conclusiones provocaron en el mundo científico una de las tormentas más violentas de nuestro siglo. Las teorías más respetables, consideradas probadas hasta entonces, se vinieron abajo. Una serie de artículos de carácter extremadamente herético fueron publicados en diversas revistas científicas; la opción del «océano genial» o de la «gelatina gravitatoria» excitó las mentes de los ávidos lectores de la época.

Todo aquello había ocurrido más de una década antes de que yo naciera. Cuando iba a la escuela, y a la luz de las revelaciones que se iban haciendo públicas, Solaris se consideraba universalmente un planeta dotado de vida, pero con un solo morador.

El segundo libro de la obra de Hughes y Eugl, que seguí hojeando casi mecánicamente, comenzaba con la sistemática del planeta-organismo, tan original como aguda. La tabla clasificatoria arrojaba los siguientes datos: «Tipo: Polytheria; Orden: Syncytialia; Clase: Metamorpha».

Era como si conociéramos innumerables ejemplares de cada especie, cuando, en realidad, solo existía uno, que pesaba nada más y nada menos que diecisiete billones de toneladas.

Bajo mis dedos desfilaban diagramas de colores, gráficos pintorescos y espectros electromagnéticos que versaban sobre el tipo y la duración de la transformación básica, y sobre sus reacciones químicas. Cuanto más me adentraba en el grueso tomo, más fórmulas matemáticas aparecían en las páginas de papel satinado; era de suponer que nuestros conocimientos sobre aquel insigne representante de la clase Metamorpha, que yacía envuelto en la oscuridad del periodo nocturno de cuatro horas, a una distancia de varios cientos de metros por debajo de la base de acero de la Estación, eran absolutos y determinantes.

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