Dentro del armario encontré un chándal que, como pronto comprobé, también se podía llevar bajo la escafandra; trasladé al bolsillo mis escasos bienes; noté algo duro entre las páginas del bloc de notas: era la llave de mi piso, abajo en la Tierra, que de alguna manera se había colado en mis bolsillos. Estuve jugueteando con ella durante un rato, sin saber muy bien qué uso darle. Finalmente la arrojé sobre la mesa. Se me ocurrió que podría necesitar un arma. Probablemente una navaja universal no fuera lo más apropiado, pero era lo único que tenía a mano y mis ánimos no estaban como para emprender la búsqueda de un lanzarrayos o algo parecido. Me senté sobre una sillita de metal, en medio de la habitación, lejos de todo lo que me rodeaba. Deseaba estar a solas. Con satisfacción, me di cuenta de que aún disponía de más de media hora; la escrupulosidad con la que cumplo todos los compromisos — sean importantes o insignificantes— forma parte de mi naturaleza. Las agujas del tablero del reloj de veinticuatro horas marcaban las siete. El sol se estaba poniendo. Las siete, hora local, esto es, las veinte horas a bordo de la
Gibarian estaba muerto. Si había entendido bien las palabras de Snaut, desde su muerte habían pasado algo más de diez horas. ¿Qué habían hecho con el cuerpo? ¿Lo habían enterrado? Aunque eso era imposible. No en este planeta. Durante un buen rato, me dediqué a reflexionar obsesivamente sobre ello, como si no hubiese nada más importante en el mundo que el destino del fallecido. Pero entonces me di cuenta de que esos pensamientos eran absurdos: me levanté y empecé a recorrer la habitación; tropecé con los libros desordenados, así como con un pequeño y vacío morral; me agaché para recogerlo. No estaba vacío, como yo había pensado. Contenía una botella de cristal oscuro, tan ligera que parecía hecha de papel. Contemplé la ventana a través de ella, distinguí la última luz del ocaso: estaba tristemente enrojecido y tamizado con las sucias nieblas. ¿Qué me estaba pasando? ¿Por qué me distraía con necedades, con la primera menudencia que caía en mis manos?
La luz se encendió y yo me estremecí. Por supuesto, se trataba de una célula fotovoltaica. Se activaba cuando anochecía. Estaba tan tenso que me resultaba insoportable el espacio vacío que notaba a mis espaldas. Decidí luchar contra esa sensación. Acerqué la silla a las estanterías. Extraje el segundo tomo de la antigua monografía de Hughes y Eugl sobre el planeta,
Solaris había sido descubierto casi cien años antes de que yo naciera. El planeta gira alrededor de dos soles gemelos: el rojo y el azul. Durante más de cuarenta años ninguna nave se había acercado a él. En aquella época, se daba por segura la teoría de Gamow-Shapley sobre la imposibilidad de que existiera vida en los planetas de estrellas binarias. Las órbitas de estos planetas varían constantemente a causa del juego de la gravitación alrededor de la pareja de soles. Las perturbaciones que causan encogen y amplían alternativamente la órbita y, si se origina cualquier tipo de vida, esta se ve destruida o bien por la radiación, o bien por el frío helador. Estos cambios se producen a lo largo de millones de años, por tanto, dentro de la escala astronómica o biológica (dado que la evolución requiere varios cientos de millones, si no billones de años), en un periodo muy corto.
Según los cálculos iniciales, se suponía que Solaris se aceraría al cabo de quinientos mil años a la distancia correspondiente a media unidad astronómica de su sol rojo y, transcurrido otro millón de años, caería en su ardiente precipicio.
Pero, diez años después, nuevos descubrimientos revelaron que su trayectoria no presentaba en absoluto los cambios esperados, sino que, más bien, seguía una trayectoria fija, igual a la de los planetas de nuestro propio sistema solar.
Se repitieron las observaciones y los cálculos, ahora ya con mucha más precisión, que solo sirvieron para confirmar lo que ya se sabía: que Solaris poseía una órbita cambiante.
Solaris ascendió al rango de un cuerpo celeste merecedor de una atención particular entre los cientos de planetas que son descubiertos cada año y que, mediante apuntes de varias líneas sobre su movimiento, son incluidos en las grandes estadísticas.