Por extraño que parezca no sentí conmoción alguna tras la noticia. Más bien, todo aquel breve intercambio de preguntas y respuestas casi monosilábicas en su concreción me tranquilizó. Me parecía entender, por fin, su incomprensible comportamiento de antes.
— ¿Cómo ha sido?
— Cámbiate, ordena tus cosas y vuelve aquí… Digamos dentro de una hora.
Vacilé por un momento.
— Está bien.
— Espera — dijo cuando ya me dirigía hacia la puerta. Me miraba de una manera muy peculiar. Sabía que le costaba formular lo que quería decirme —. Antes éramos tres. Así que ahora, contigo, volvemos a ser tres de nuevo. ¿Conoces a Sartorius?
— Igual que a ti, por fotografías.
— Está arriba, en el laboratorio, y no creo que salga de allí antes del anochecer, pero… en cualquier caso, lo reconocerás. Si vieras a otra persona, ¿entiendes? a cualquiera que no sea yo, ni Sartorius, ¿entiendes? entonces…
— Entonces, ¿qué?
No estaba seguro de no estar soñando. Con las olas negras de fondo, que se alzaban lanzando destellos de color rojo sangre, se sentó, con la cabeza agachada, igual que antes, mirando de reojo hacia las bobinas de cable enrollado.
— Entonces… Si pasa algo así, no hagas nada.
— ¿Y a quién diablos se supone que tengo que ver? ¡¿A un fantasma?! — estallé.
— Lo entiendo, lo entiendo. Piensas que me he vuelto loco. No. No estoy loco. No sé explicarlo de otra forma… de momento. Además, puede que… no pase nada. En cualquier caso, recuérdalo bien. Te he advertido.
—¡¿De qué tienes que advertirme?! ¿De qué estás hablando?
— Controla tus nervios — se obstinaba —. Compórtate como si… Has de estar preparado para cualquier eventualidad. Es algo imposible, lo sé. Pese a todo, inténtalo. Ese es el único consejo que puedo darte ahora. No conozco ningún otro.
—¡¿Pero qué es lo que se supone que voy a ver?! — dije casi a gritos. Me costó contenerme para no agarrarlo por los hombros y darle una buena sacudida. Mientras tanto, él permanecía sentado, mirando hacia el rincón con la cara cansada, quemada por el sol, balbuceando con aparente dificultad palabras sueltas.
— No lo sé. En cierto sentido, depende de ti.
— ¿Alucinaciones?
— No. Esto es real. No… Se trata de ataques. Recuérdalo.
—¡¿A qué te refieres?! — dije con una voz que no reconocí como mía.
— Ya no estamos en la Tierra.
— ¿Los
— Por eso precisamente es tan horrible — dijo en voz baja —. Recuerda: ¡estate alerta!
— ¿Qué le ocurrió a Gibarian?
No contestó.
— ¿Qué está haciendo Sartorius?
— Volverá en una hora.
Me di la vuelta y me dirigí a la puerta. Al salir, me volví y lo miré una vez más. Estaba sentado con la cara hundida entre las manos, pequeño, encogido, con el pantalón todo manchado. No fue hasta entonces cuando me di cuenta de que, en los nudillos de ambas manos, tenía restos de sangre reseca.
LOS SOLARISTAS
El pasillo tubular estaba desierto. Permanecí unos instantes tras la puerta cerrada, aguzando el oído. Las paredes debían de ser finas, puesto que se oía el aullido del viento que azotaba del exterior. Sobre la hoja de la puerta alguien había pegado, con descuido, un trozo rectangular de esparadrapo con una inscripción a lápiz: «El humano». Observé la palabra garabateada. Parecía casi ilegible. Por un momento, quise volver con Snaut, pero sabía que eso era imposible.
Su desquiciada advertencia aún retumbaba en mis oídos. Me moví y el insoportable peso de la escafandra me dobló los hombros. Sigilosamente, como si inconscientemente me estuviera escondiendo de un observador invisible, volví a la estancia circular. De las cinco puertas, tres estaban provistas de letreros: Dr. Gibarian, Dr. Snaut, Dr. Sartorius. La cuarta no llevaba ninguno. Dudé, pero accioné ligeramente el picaporte y abrí despacio la puerta. Mientras la empujaba, tuve la certeza casi absoluta de que allí dentro había alguien. Entré.