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Con un silencioso silbido, similar a un suspiro resignado, el aire abandonó el interior de la escafandra. Estaba libre.

Me encontraba de pie, bajo un embudo plateado. Era alto como una nave. Manojos de tubos multicolores descendían por las paredes y desaparecían por una especie de redondeadas alcantarillas. Me di la vuelta. Los conductos de ventilación retumbaban, tragándose los restos de la venenosa atmósfera planetaria que había invadido el espacio durante el aterrizaje. La cápsula con forma de puro, vacía como un capullo resquebrajado, se mantenía erguida sobre un cáliz gigante insertado en una plataforma de acero. La chapa exterior se había chamuscado y ahora era de un marrón pardusco. Descendí por una pequeña rampa. Más allá, una capa de plástico rugoso adherido cubría el metal. Se había desgastado por completo en los lugares por donde solían deslizarse las carretillas elevadoras de los cohetes, dejando el acero a la vista. De pronto, los compresores de ventilación se apagaron y reinó un silencio absoluto. Miré a mi alrededor, un tanto desconcertado, esperando la aparición de algún humano, pero seguía sin venir nadie. Tan solo una flecha de neón iluminaba la cinta transportadora, que avanzaba silenciosamente. Me subí a ella. La bóveda de la nave descendía en una preciosa línea parabólica, desembocando en un largo pasillo. En sus vanos se apilaban bombonas de gas comprimido, recipientes varios, paracaídas de frenado y cajas amontonadas de forma caótica. Aquello me llevó a reflexión. La cinta acababa justo en una especie de plazoleta, donde el desorden era aún mayor si cabe. Bajo el rimero de recipientes de hojalata se extendía un charco de líquido aceitoso. Un desagradable y fuerte olor empapaba el aire. Huellas de zapatos que claramente habían pisado aquel fluido pegajoso se alejaban en diferentes direcciones. Entre los bidones, se esparcían rollos de cinta telegráfica, jirones de papel despedazados y montones de desperdicios, como si alguien los hubiese barrido fuera de las cabinas. El indicador verde se iluminó de nuevo, señalándome el camino hacia la puerta principal. Tras ella se abría un pasillo tan estrecho que casi impedía que dos personas pudieran cruzarse en su interior. La iluminación provenía del techo, de ventanas de cristales convexos que apuntaban al cielo. Había otra puerta más, pintada como un tablero de ajedrez blanquiverde. Estaba entornada. Sobre la estancia, no del todo esférica, se abría una gran ventana panorámica a través de la que se podía ver, ardiente, el cielo cubierto por la niebla. Más abajo, se desplazaban en silencio las negruzcas crestas de las olas. Numerosos armaritos llenos de instrumentos, libros de aspecto ajado, vasos con posos resecos y termos polvorientos recubrían las paredes. Sobre el suelo sucio había cinco o seis mesitas rodantes mecánicas y, entre ellas, varios sillones desinflados. Tan solo uno de ellos seguía hinchado, con el respaldo levemente inclinado hacia atrás. Un hombre, pequeño y esmirriado, con la cara quemada por el sol, estaba sentado en él. Tenía la piel de la nariz y de los pómulos descamada. Sabía quién era. Había oído hablar de él. Era el cibernético Snaut, el sustituto de Gibarian. En su momento, había publicado en el almanaque solarista varios artículos que resultaron ser bastante originales. Era la primera vez que lo veía en persona, no obstante. Llevaba puesta una camisa de rejilla, por cuyos agujeros sobresalían aislados pelos grises de un pecho plano, y también un pantalón de tela con numerosos bolsillos, como de montador. En algún momento había sido blanco: ahora exhibía manchas en las rodillas y quemaduras probablemente causadas por los reactivos. En la mano, sostenía una pera de plástico, como las utilizadas en las naves desprovistas de gravidez artificial. Me miraba como si una luz deslumbrante lo hubiera paralizado. Relajó los dedos, la pera cayó y rebotó varias veces como un globo muy hinchado, derramando un poco de líquido transparente. Lentamente el color de su cara se fue demudando. Yo estaba demasiado sorprendido para hablar, y nos contemplamos en silencio hasta que, de una manera incomprensible, su miedo se me contagió. Di un paso hacia delante. Él se encogió sobre su sillón.

— Snaut… — susurré. Tembló como si le hubieran golpeado. Me miró con una repugnancia indescriptible.

— No te conozco, no te conozco, ¿qué quieres…? — gimió.

El líquido derramado se evaporaba rápidamente. Noté el aroma a alcohol. ¿Había estado bebiendo acaso? ¿Estaba ebrio? Aún seguía plantado en mitad de la cabina. Me flaqueaban las piernas y tenía los oídos taponados. Percibía la presión del suelo bajo los pies, como si fuera poco seguro. El océano se bamboleaba rítmicamente tras el abombado cristal de la ventana. Snaut no me quitaba de encima sus ojos inyectados en sangre. La expresión de miedo fue abandonando su cara, pero no así la de aversión por mi presencia.

— ¿Qué te ocurre…? — pregunté a media voz —. ¿Estás enfermo?

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