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Estaba sentado junto a la gran ventana contemplando el océano, sin nada que hacer. El informe, elaborado en cinco días, recorría ahora el vacío en forma de haz de ondas, más allá de la constelación de Orion. Se encontrará con el primero de una cadena de transmisores cuando alcance la oscura nebulosa de polvo, que se extiende por una superficie de ocho trillones de kilómetros cúbicos y absorbe toda señal y cualquier rayo de luz. Desde allí, saltando de una radiobaliza a la siguiente, separadas entre sí por miles de millones de kilómetros, proseguirá su vuelo, siguiendo la trayectoria de un arco gigante, hasta llegar al último transmisor: en ese punto, una forma metálica atiborrada de instrumentos de precisión, con el característico morro alargado de la antena direccional, lo concentrará una vez más para lanzarlo al espacio hacia la Tierra. Pasarán meses y el mismo haz de energía, disparado desde la Tierra y arrastrando tras de sí una cola de perturbaciones del campo de gravedad de la galaxia, alcanzará el frente de la nube cósmica, se deslizará en su interior, reforzado a lo largo del collar de balizas flotantes; desde allí proseguirá raudo su camino hacia los soles dobles de Solaris.

Bajo el alto y rojo sol, el océano se mostraba más negro que nunca. Una niebla bermeja desdibujaba el horizonte; era un día especialmente sofocante, que parecía presagiar aquellas tormentas, increíblemente violentas, que varias veces al año azotaban el planeta. Según una fundamentada teoría, sería su único habitante el que controlaría el clima y se encargaría personalmente de generar esas tormentas.

Me quedaban unos meses más de mirar al exterior a través de aquellas ventanas, de observar desde las alturas los amaneceres de oro blanco y de cansino rojo, que en ocasiones se reflejaban bajo la forma de erupciones líquidas, o en las plateadas burbujas de las simetriadas; me quedaban meses de seguir el desplazamiento de los estilizados raudos y de encontrarme con los viejos mimoides, medio erosionados y al borde de la desintegración. Llegará el día en que las pantallas de los visófonos empezarán a parpadear, la antigua señalización electrónica, inactiva desde hace mucho tiempo, se reavivará, impulsada por una señal enviada desde una distancia de miles de kilómetros, y anunciará la llegada del coloso de metal que, acompañado del rugido de los gravitadores, descenderá sobre el océano. Será la Ulises o la Prometeo, o cualquier otro de los grandes cruceros de largo alcance. Cuando baje por la rampa, desde el tejado plano de la Estación, veré a bordo filas de autómatas, blancos y fuertes, que no comparten con el ser humano el pecado original y son tan inocentes que ejecutan cualquier orden, incluida la de su propia autodestrucción o la del obstáculo que se interponga en su camino, según lo programado en los cristales de su memoria oscilante. Acto seguido, la nave se pondrá en marcha silenciosamente, más rápida que el sonido, dejando a sus espaldas una salva de truenos; y los rostros de todos los tripulantes se iluminarán por un momento, solo de pensar que regresan a sus hogares.

Sin embargo, yo no tenía un hogar al que regresar. ¿La Tierra? Pensaba en sus grandes, abarrotadas y ruidosas ciudades, en las que me perdería de la misma manera que si hubiese conseguido hacer lo que pretendía, la segunda o tercera noche de mi estancia aquí: tirarme al océano que ondeaba lentamente en la oscuridad. Me ahogaré en la muchedumbre. Seré un compañero silencioso y atento, la gente me apreciará; tendré muchos conocidos, incluso amigos y mujeres; o, a lo mejor, una sola mujer. Durante un tiempo, tendré que esforzarme por sonreír, saludar, levantarme cada día y hacer las miles de pequeñas cosas que componen la vida terrestre, hasta que consiga volver a hacerlas sin pensar. Encontraré nuevas aficiones, nuevas ocupaciones, pero no me entregaré por completo a ellas. A nada, ni a nadie, ya nunca más. Puede que, cuando allí sea de noche, mire hacia el cielo, donde la oscuridad de la nube de polvo, a modo de oscura cortina, cierra el paso al brillo de los dos soles: me acordaré de todo, incluso de lo que estoy pensando ahora mismo, y evocaré mis locuras y mis esperanzas con una sonrisa indulgente, que contendrá un poco de pena y un cierto aire de superioridad. En absoluto me imagino al futuro Kelvin como alguien inferior al de ahora, dispuesto a todo en nombre del anhelado Contacto. Nadie tendrá derecho a juzgarme.

Snaut entró en mi camarote. Miró a su alrededor, después a mí, me levanté y me asomé a la mesa.

— ¿Querías algo?

— Parece que no tienes nada que hacer… — dijo entornando los ojos —. Podría encargarte unos cálculos, no son de extrema urgencia, pero…

— Te lo agradezco — sonreí —, pero no es necesario.

— ¿Estás seguro? — preguntó, mirando hacia la ventana.

— Sí, he estado pensando en muchas cosas y…

— Preferiría que no pensaras tanto.

— Pues no tienes ni idea de qué se trata. Dime, ¿crees en Dios?

Me miró con perspicacia.

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