— Renuncio a la autoría — murmuró desde la ventana. Durante unos instantes, estuvimos observando el negro oleaje. En medio de la niebla, sobre el horizonte oeste, se estaba dibujando una pálida y alargada mancha.
— ¿Qué te sugirió el concepto de un dios imperfecto? — preguntó de repente, sin apartar la vista del resplandeciente desierto.
— No lo sé. Me pareció algo muy, muy acertado, ¿sabes? Es el único dios en el que estaría dispuesto a creer, un dios cuyo martirio no significa redención, que no pretende salvar a nadie, ni está al servicio de nada, sino que simplemente está.
— Un mimoide… — dijo Snaut en voz muy baja y cambiada.
— ¿Qué has dicho? Ah, sí. Me he fijado antes. Uno muy viejo.
Ambos mirábamos el nublado horizonte.
— Me voy a dar una vuelta — dije inesperadamente —. Además, todavía no he salido de la Estación y esta es una buena ocasión. Volveré en media hora…
— ¿Qué has dicho? — Snaut abrió los ojos —. ¿Te vas? ¿Adónde?
— Allí —señalé la mancha de color carne que apenas se distinguía entre la niebla —. ¿Qué más da? Cogeré el pequeño helicóptero. Tendría gracia que, una vez en la Tierra, tuviera que reconocer que, como solarista, ni siquiera había pisado el suelo de Solaris…
Me acerqué al armario para elegir una escafandra. Snaut me observaba en silencio y dijo, por fin:
— Esto no me gusta.
— ¿El qué? —me giré con la escafandra en la mano. Por primera vez en mucho tiempo me sentía eufórico —. ¿A qué te refieres? ¡Las cartas sobre la mesa! Te da miedo que… ¡Qué tontería! Te doy mi palabra de que no haré nada de eso. Ni siquiera había pensado en ello. No, de veras que no.
— Iré contigo.
— Te lo agradezco, pero prefiero ir solo. Sea como sea, se trata de algo nuevo, algo completamente nuevo — dije atropelladamente mientras me vestía. Snaut siguió hablando, pero había dejado de escucharlo, estaba demasiado ocupado reuniendo las cosas que iba a necesitar.
Me acompañó al aeropuerto. Me ayudó a sacar la nave del box y a conducirla al centro de la circular pista de despegue. Mientras me cerraba la escafandra, preguntó de pronto:
— ¿Tu palabra todavía tiene algún valor para ti?
— Dios mío, Snaut, ¿aún siguen con esas? Sí. Ya te la he dado. ¿Dónde están las botellas de repuesto?
No dijo nada más. Cuando hube cerrado la transparente carlinga, le hice una señal con la mano. Puso en marcha el elevador, ascendí despacio a la superficie de la Estación. El motor se despertó, emitió un prolongado zumbido, el rotor empezó a girar y la máquina se elevó con ligereza, dejando abajo el plateado disco de la Estación, cada vez más pequeño.
Era la primera vez que me encontraba solo por encima del océano; una sensación muy distinta a la que se experimentaba desde las ventanas. Puede que, entre otras cosas, a causa también de la baja altura de vuelo, ya que nos deslizábamos apenas a varias docenas de metros sobre las olas. Fue entonces cuando supe, y también sentí, que los movimientos de la sinusoide del abismo no solo correspondían a los de una marea o una nube, sino que eran también los de un animal. Recordaban las contracciones incesantes, y a la vez extremadamente lentas, de un musculoso y desnudo tronco; los lomos de las olas que se desplazaban indolentes ardían en rojo, cubiertos de espuma. Cuando giré para coger el rumbo exacto hacia la isla del mimoide que se hallaba en lenta deriva, el sol me deslumbró con rayos sangrientos que se reflejaron en los cóncavos cristales y el propio océano se tornó negro azabache, con tonos grises y manchas del oscuro fuego.
Tracé un torpe círculo y me alejé a contraviento, dejando al mimoide a mis espaldas, como una extensa y clara mancha cuyo irregular contorno se recortaba contra el océano. Había perdido el tono rosa que le otorgaban las nubes, ahora era amarillo como un hueso seco; por un momento, lo perdí de vista y, en su lugar, divisé a lo lejos la Estación que, en apariencia, permanecía suspendida justo encima del océano, como un enorme y anticuado zepelín. Repetí la maniobra, concentrando en ella toda mi atención: el macizo del mimoide, con su empinado y grotesco relieve, crecía delante de mí. Me pareció que corría el riesgo de chocar contra sus resaltes más altos y enderecé tan bruscamente el helicóptero que perdió velocidad y empezó a cabecear; fue una precaución inútil, pues las redondeadas cimas de las extrañas torres habían perdido altura. Ajusté la velocidad de la nave con la de la isla a la deriva y despacio, metro a metro, fui descendiendo hasta que las cumbres resquebrajadas se elevaron de nuevo por encima de la cabina. No era muy grande. De punta a punta, podía medir unos mil doscientos metros, su altura no sobrepasaría unos cuantos centenares de metros; en algunos puntos, se veían estrechamientos que indicaban que estaba a punto de partirse. Tenía que tratarse de un fragmento de otra formación mucho mayor; según la escala solariana era un pequeño casco, un resto de semanas, quizás de meses.