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Me senté sobre la porosa y resquebrajada superficie, con el helicóptero a unos pasos detrás de mí. Una ola negra reptó con pesadez por la orilla, aplastándose contra ella y perdiendo, al mismo tiempo, su tonalidad; al alejarse, dejó tras de sí viscosos hilos de mucosa. Bajé aún más y estiré la mano al encuentro de la siguiente ola, que repitió con exactitud aquel fenómeno, experimentado por los investigadores desde hacía más de un siglo: vaciló, retrocedió, envolvió mi mano sin tocarla, de modo que, entre la parte exterior del guante y la cavidad que enseguida cambió su consistencia de líquida a casi carnosa, quedó atrapada una fina capa de aire. Levanté la mano despacio; la ola, o más bien su estrecha prolongación, la siguió sin dejar de envolver mi mano, enquistándose y tornándose semitransparente con sucios reflejos verdosos. Me puse de pie para poder levantar todavía más la mano; el hilo de la gelatinosa sustancia se tensó como una cuerda vibrante, pero no llegó a romperse; la base de la ola, completamente extendida, parecía una extraña criatura que aguardaba el final de aquellos experimentos, pacientemente pegada a mis pies (pero sin tocarlos siquiera). Parecía una flor dúctil que hubiera crecido desde el fondo del océano; su cáliz me rodeó los dedos, convirtiéndose en su fiel negativo, aunque ni siquiera me estuviera tocando. Retrocedí. El tallo tembló y, con algo de desgana, regresó al suelo; una ola elástica, oscilante e insegura, creció entonces, succionándolo hasta desaparecer juntos más allá de la orilla. Repetí varias veces el mismo juego, hasta que, al igual que les había sucedido a los primeros investigadores un siglo antes, una de las olas se marchó, saciada quizás de aquella nueva experiencia; era consciente de que tendrían que pasar horas para que lograra suscitar de nuevo su «curiosidad». Volví a sentarme como antes, sobre la misma superficie porosa, pero de alguna manera transformado por aquel fenómeno cuya teoría me era tan familiar; en cualquier caso, resultaba imposible pretender que la teoría fuera capaz de reflejar una vivencia real.

En la brotación, el crecimiento, la expansión de aquella creación viviente, en cada uno de sus movimientos por separado y en todos ellos juntos, se percibía una prudente, pero nada temerosa, ingenuidad que intentaba, obstinada y rápidamente, conocer, abarcar una forma encontrada al azar, pero que se veía obligada a retroceder a medio camino, cuando sus fronteras, fijadas por una misteriosa ley invisible, se veían amenazadas. Qué increíble contraste entre la curiosidad vivaz, por una parte, y la inmensidad que alcanzaba, centelleando, todos los horizontes, por otra. Nunca antes había experimentado hasta ese punto su enorme presencia, el fuerte y despiadado silencio que respiraban rítmicamente las olas. Ensimismado, estupefacto, caí en las aparentemente inalcanzables regiones de la inercia y, en la creciente intensidad de la pérdida, me fundí con aquel fluido y ciego coloso, como si le estuviera perdonando todo sin el más mínimo esfuerzo, sin palabras, libre de cualquier pensamiento.

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