Читаем Temor Frío полностью

Por costumbre, Lena sacó el cargador antes de volver a poner la pistola en la caja. Con cierta dificultad, consiguió ponerse el pijama azul. Le dolían tanto las piernas que no quería moverlas, pero sabía que el movimiento era la única manera de combatir el agarrotamiento y el dolor.

Cuando entró en la cocina, Nan estaba sirviendo el té. Sonrió a Lena, esforzándose por no reír, y Lena bajó la mirada al perro azul oscuro de dibujos animados que había en el bolsillo de la chaqueta.

– Lo siento -se disculpó Nan entre risitas-. Nunca imaginé que te pondrías algo así.

Lena esbozó una sonrisa, y sintió que se le volvía a abrir el labio. Colocó la caja sobre la mesa. La pistola no servía de nada si no podía meter una bala en la recámara, pero tenerla cerca la hacía sentirse segura.

Nan observó la pistola.

– Bueno, te sienta mejor a ti que a mí -dijo.

Lena sintió cierta desazón y decidió dejar las cosas claras.

– No soy homosexual, Nan.

Nan reprimió una sonrisa.

– Y aunque lo fueras, Lena, en el momento de mi vida en que me encuentro ni se me ocurriría pensar que nadie pueda reemplazar a tu hermana.

Lena apretó la silla con las manos; no quería hablar de Sibyl. Sacarla a relucir en ese momento sería como hacerle saber lo que había pasado. Lena sintió una desgarradora vergüenza ante la idea de que Sibyl llegara a enterarse de lo que le había pasado. Por primera vez, Lena se alegró de que su hermana hubiera muerto.

– Es tarde -afirmó Lena, mirando el reloj de la pared-. Siento haberte metido en esto.

– Oh, no te preocupes -dijo Nan-. No está mal acostarse después de medianoche, para variar. Me he acostado a las nueve y media, como una señora, desde que Sibyl…

– Por favor -dijo Lena-. No puedo hablar de ella. No así.

– Siéntate -dijo Nan.

Le echó un brazo por los hombros e intentó guiarla hacia la silla, pero Lena no se movió.

– ¿Lena?

Lena se mordió el labio, abriéndose aún más el corte. Se pasó la punta de la lengua, recordando la manera en que había lamido el cuello de Ethan.

Sin previo aviso se echó a llorar, y Nan la rodeó con el otro brazo. Se quedaron en la cocina, de pie. Nan la abrazó y la consoló hasta que Lena no pudo llorar más.

JUEVES

15

Ron Fletcher parecía un diácono en la iglesia. Llevaba el pelo con una perfecta raya a un lado, esculpida con lo que parecía una especie de gomina brillante. Vestía traje, como si se dirigiera a una entrevista de trabajo, aunque Jeffrey le había dicho por teléfono que sólo quería hacerle algunas preguntas acerca de Chuck Gaines. Por el olor, Jeffrey dedujo que era fumador. A partir de lo que había encontrado en la taquilla de la oficina de seguridad, dedujo que la nicotina era la menor de sus adicciones.

– Buenos días, señor Fletcher -dijo Jeffrey, sentado delante de él, al otro lado de su escritorio.

Fletcher le sonrió de forma rápida y nerviosa y, a continuación, volvió la cabeza y miró a Frank, que estaba junto a la puerta, como un soldado de guardia.

– Soy el jefe Tolliver -le dijo Jeffrey-. Éste es el detective Wallace.

Fletcher asintió, atusándose el pelo. Era el eterno fumador de porros, un hombre de cuarenta años que no había superado la adolescencia.

– Hola. ¿Cómo va todo?

– Muy bien -dijo Jeffrey-. Gracias por venir tan temprano.

– Trabajo de noche -contestó Fletcher, hablando lentamente, con esfuerzo, como consecuencia de toda una vida de canutos-. Suelo acostarme a esta hora.

– Bueno -dijo Jeffrey, y le sonrió-, le agradecemos que haya venido.

Se reclinó en la silla y dejó la mano sobre la mesa.

Fletcher se volvió y miró de nuevo a Frank, que, cuando quería, sabía intimidar, y el viejo policía irguió los hombros para que Fletcher lo supiera.

Fletcher volvió a mirar a Jeffrey, esbozando la misma sonrisa nerviosa de antes.

Jeffrey se la devolvió.

– Yo, eh… -comenzó Fletcher, inclinándose hacia delante, con el codo sobre la mesa-. Supongo que han encontrado la hierba.

– Ajá -le dijo Jeffrey.

– No es mía -se le ocurrió decir a Fletcher.

No obstante, Jeffrey se dio cuenta de que hasta él era consciente de lo mala que era esa excusa. Ron Fletcher ya había cumplido los cuarenta, y, según su ficha laboral, no había tenido un empleo estable que le durara más de dos años.

– Es suya -dijo Jeffrey-. Encontramos sus huellas.

– Maldita sea -gruñó Fletcher, dando una palmada sobre la mesa.

Jeffrey vio sonreír a Frank. Habían encontrado huellas en las bolsas, pero en comisaría no tenían las de Fletcher para poder compararlas.

– ¿Qué más vende?

Fletcher se encogió de hombros.

– Vamos a registrar tu casa, Ron.

– ¡Oh, tío! -Fletcher descansó la cabeza sobre la mesa-. Esto es una putada. -Levantó la vista, suplicante-. Nunca he tenido problemas con la ley. Tienen que creerme.

– Ya hemos visto tu ficha -dijo Jeffrey.

A Fletcher le tembló la boca. Lo único que había en su ficha era una multa de aparcamiento, pero podía haber algo más que no apareciera porque no se habían presentado cargos. Fletcher pertenecía a una generación que creía que la policía era mucho más poderosa de lo que era en realidad.

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