– Ten cuidado con él. No le dejes que se sienta muy seguro.
– No soy idiota.
– A veces lo pareces.
– Bueno, tú también lo eres -le soltó Sara, sintiéndose una estúpida antes incluso de que las palabras salieran de su boca.
A excepción del ronroneo del aire acondicionado, el coche estaba en silencio. Por fin Tessa le sugirió:
– Deberías haber dicho: «Sé que lo eres, pero ¿qué soy yo, entonces?».
Sara quiso tomárselo a broma, pero también estaba irritada.
– Tessie, no es asunto tuyo.
Tessa soltó una estridente carcajada que resonó en los oídos de Sara.
– Bueno, demonios, querida, eso nunca ha hecho callar a nadie. Estoy segura de que la maldita Marla Simms se lo estaba contando a todo el mundo antes de que esa putilla se bajara de su furgoneta.
– No la llames así.
Tessa volvió a agitar su cucharilla.
– ¿Cómo quieres que la llame? ¿Guarra?
– Nada -le dijo Sara, y hablaba en serio-. No la llames de ninguna manera.
– Oh, pues yo creo que se merece unas cuantas palabras bien elegidas.
– Fue Jeffrey el que me engañó. Ella simplemente aprovechó una buena oportunidad.
– Sabes -dijo Tessa-, en mi época yo también aproveché mis oportunidades, pero nunca fui detrás de un hombre casado.
Sara cerró los ojos, deseando que su hermana se callara. No quería hablar de ese asunto.
Tessa añadió:
– Marla le dijo a Penny Brock que la tía esa había engordado.
– ¿Y qué hacías tú hablando con Penny Brock?
– Tenía un desagüe atascado en la cocina -dijo Tessa, lamiendo su cucharilla.
Tessa había dejado de trabajar con su padre a tiempo completo en el negocio de lampistería de la familia cuando tuvo la barriga tan hinchada que ya no podía arrastrarse por debajo de las casas, pero aún era capaz de aplicar el desatascador a un desagüe.
– Según Penny, está como una vaca -dijo Tessa.
En contra de su voluntad, Sara no pudo evitar sentir una oleada de triunfo, seguida por otra de culpabilidad por alegrarse de que a otra mujer se le ensancharan las caderas. Y el culo. La chica de la tienda de rótulos tenía más barriga de lo que le convenía.
– Te estoy viendo sonreír -dijo Tessa.
Sara sonreía; le dolían las mejillas de tanto como se esforzaba por mantener la boca cerrada.
– Es horrible.
– ¿Desde cuándo?
– Desde… -Sara no acabó la frase-. Desde que me hace sentir una completa idiota.
– Bueno, eres lo que eres, como diría Popeye. -Con gestos muy exagerados, Tessa rascó la tarrina de cartón con la cuchara hasta dejarla limpia-. ¿Puedo tomarme lo que queda del tuyo?
– No.
– ¡Estoy embarazada! -chilló Tessa.
– No es culpa mía.
Tessa siguió rascando su tarrina. Para molestar aún más, comenzó a frotar la planta del pie contra las incrustaciones de madera nudosa del salpicadero.
Pasó un minuto antes de que Sara sintiera que un sentimiento de culpa de hermana mayor la golpeaba como un martillo. Intentó combatirlo comiendo más helado, pero se le atascó en la garganta.
– Toma, eres como una niña grande. Le entregó la taza.
– Gracias -dijo Tessa en tono cariñoso-. Quizá luego podríamos comprar un poco más para después -sugirió-. ¿Podrías ir tú a buscarlo? No quiero que piensen que soy una glotona y, además -sonrió dulcemente, agitando las pestañas-, puede que el chaval del mostrador se haya enfadado conmigo.
– No me imagino por qué.
Tessa parpadeó con aire inocente.
– Algunas personas son muy sensibles.
Sara abrió la portezuela, contenta de tener una razón para salir del coche. Se había alejado un metro cuando Tessa bajó la ventanilla.
– Lo sé -dijo Sara-. Extra de chocolate.
– Sí, pero espera un momento. -Tessa calló para poder lamer el helado que había en un lado de su teléfono móvil antes de sacarlo por la ventanilla-. Es Jeffrey.
Sara aparcó en un terraplén de grava, entre un coche de policía y el de Jeffrey, frunciendo el ceño al oír cómo la grava golpeaba el lateral del vehículo. La única razón por la que Sara cambió su descapotable de dos plazas por un modelo más grande había sido para poder instalar una sillita portabebés. Entre Tessa y los elementos, el BMW estaría hecho un asco antes de que naciera la criatura.
– ¿Es aquí? -preguntó Tessa.
– Sí.
Sara tiró del freno de mano y miró la cuenca seca del río que tenían delante. Georgia llevaba padeciendo sequía desde mediados de los noventa, y el enorme río que antaño fluía por el bosque como una serpiente rolliza e indolente no era más que un arroyo por donde circulaba un hilillo de agua. Sólo quedaba un lecho seco y agrietado, y el puente de cemento que quedaba a diez metros de altura parecía fuera de lugar, aunque Sara recordaba una época en que la gente pescaba allí.
– ¿Eso es el cadáver? -preguntó Tessa, al tiempo que señalaba a un grupo de hombres que formaban un semicírculo.
– Probablemente -respondió Sara, preguntándose si esos terrenos pertenecían a la universidad.