Читаем Temor Frío полностью

Se preguntaba cuánto tardaría en aparecer Chuck Gaines, el nuevo jefe de seguridad de la universidad, para empezar a poner pegas a su labor. Era fácil deshacerse de Chuck, pero la directriz principal de Jeffrey, en calidad de jefe de policía de Grant County, era procurar que la universidad fuera una balsa de aceite. Era algo que Chuck sabía mejor que nadie, y se aprovechaba de ello siempre que podía.

Sara se fijó en una atractiva rubia sentada sobre unas rocas. Junto a ella estaba Brad Stephens, un agente joven que mucho tiempo atrás había sido paciente de Sara.

– Ellen Schaffer -le explicó Jeffrey-. Estaba haciendo jooging en dirección al bosque. Cruzó el puente y vio el cadáver.

– ¿Cuándo lo encontró?

– Hará una hora. Llamó por el móvil.

– ¿Sale a correr con el móvil? -preguntó Sara, sin saber muy bien qué la sorprendía.

La gente ya no iba ni al retrete sin el móvil, por si se aburrían.

– Quiero intentar hablar con ella en cuanto hayas examinado el cadáver. A lo mejor Brad consigue calmarla -dijo Jeffrey.

– ¿Conocía a la víctima?

– No lo creo. Probablemente sólo estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado.

Casi todos los testigos compartían esa mala suerte, ver algo durante unos instantes para no olvidarlo de por vida. Por casualidad, y por lo que Sara podía ver del cadáver, en el centro del cauce, la chica había tenido suerte.

– Ojo -advirtió Jeffrey, cogiendo a Sara del brazo mientras se acercaban a la orilla.

El terreno era empinado, y había que bajar una cuesta para llegar al río. La escasez de lluvias había abierto un sendero en el suelo, pero el cieno estaba poroso y suelto.

Sara calculó que en esa zona el cauce tenía al menos catorce metros de ancho, pero Jeffrey ya haría que alguien lo midiera luego. El terreno estaba agostado bajo sus pies; la arenilla y la tierra se le metían dentro de las zapatillas de deporte al andar. Doce años antes, el agua les habría llegado al cuello.

Sara se detuvo a mitad de camino y levantó la vista hacia el puente. No era más que una sencilla viga de cemento con una barandilla baja. Una cornisa sobresalía unos cuantos centímetros en la parte inferior, y entre esa zona y la barandilla alguien había pintado con aerosol negro las letras «DIE NIGGER» y una esvástica.

Sara sintió un sabor amargo en la boca.

– Vaya, qué bonito -comentó, con desdén.

– Pues a mí no me lo parece -replicó Jeffrey, tan disgustado como ella-. Está por todo el campus.

– ¿Cuándo empezó? -preguntó Sara.

La pintada estaba descolorida, quizá tenía un par de semanas.

– ¿Quién sabe? -dijo Jeffrey-. La universidad aún no se ha dado por enterada.

– Si se dieran por enterados, tendrían que hacer algo al respecto -señaló Sara. Se giró en busca de Tessa-. ¿Sabes quién lo ha hecho?

– Estudiantes -dijo, dándole a la palabra un matiz desagradable mientras echaba a andar otra vez-. Probablemente un grupo de yanquis idiotas a quienes les parece divertido venir al sur a hacer el paleto.

– Odio a los racistas aficionados -murmuró Sara, esbozando una sonrisa mientras se acercaban a Matt Hogan y Frank Wallace.

– Buenas tardes, Sara -dijo Matt.

Tenía una cámara instantánea en una mano y varias Polaroid en la otra.

Frank, el segundo de Jeffrey, le dijo:

– Ahora mismo hemos acabado de hacer las fotos.

– Gracias -dijo Sara poniéndose los guantes de látex.

La víctima estaba debajo del puente, boca abajo. Tenía los brazos extendidos a los lados y los pantalones y los calzoncillos por los tobillos. A juzgar por el tamaño y falta de vello de su tersa espalda y nalgas, era un hombre joven, probablemente en la veintena. Tenía el pelo rubio y largo, hasta la nuca, y lo llevaba peinado con raya. Parecía dormido, a excepción de la mezcla de sangre y tejido que le salía del ano.

– Vaya -dijo Sara, comprendiendo la preocupación de Jeffrey. Por mera formalidad, Sara se arrodilló y apretó el estetoscopio contra la espalda del muerto. Sintió y oyó moverse las costillas bajo su mano. No había pulso.

Sara se enrolló el estetoscopio en el cuello y examinó el cadáver, recitando en voz alta sus averiguaciones.

– No hay señal de los traumatismos habituales en un caso de sodomía forzada. Ni magulladuras ni desgarros. -Le miró las manos y las muñecas. La izquierda estaba girada en un ángulo anormal, y vio una fea cicatriz rosa que le subía por el antebrazo. Por su aspecto, la herida había ocurrido en los últimos cuatro o seis meses-. No lo ataron.

El joven llevaba una camiseta color gris oscuro, que Sara levantó para ver si había más lesiones. Tenía un largo arañazo en la base de la columna vertebral, con la piel levantada, pero no lo bastante para sangrar.

– ¿Qué es eso? -preguntó Jeffrey.

Sara no contestó, aunque había algo en ese arañazo que le parecía raro.

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