Читаем Un Puerto Seguro полностью

Cada una se bañó en su propio cuarto de baño, y más tarde Pip apareció en el dormitorio de su madre ya en pijama. De repente le parecía encontrarse en una especie de fiesta, y lanzó una risita cuando se encaramó a la cama de su madre. De algún modo, por control remoto, Matt había transformado la textura de la velada. Con expresión extasiada, Pip se acurrucó junto a su madre en la enorme cama y se quedó dormida en cuestión de pocos minutos. Ophélie se sobresaltó al comprobar cuan reconfortante le resultaba abrazar aquel pequeño cuerpo pegado al suyo y se preguntó cómo era posible que no se le hubiera ocurrido antes esa idea. Por supuesto, no podían hacerlo cada noche, pero desde luego resultaba una perspectiva atractiva para noches como aquella. Al poco, también ella dormía a pierna suelta.

Las dos despertaron con un respingo cuando sonó el despertador. En el primer momento, no sabían dónde se encontraban ni por qué estaban durmiendo juntas, pero no tardaron en recordarlo todo. Sin embargo, no les dio tiempo a deprimirse de nuevo, porque tenían que darse prisa. Pip fue a cepillarse los dientes mientras Ophélie corría abajo para preparar el desayuno. Al ver los restos de comida china en el frigorífico, sonrió, abrió una galleta de la suerte y se la comió.

«Tendrá felicidad y buena suerte todo el año», prometía el papelito encerrado en su interior.

– Gracias, las necesito -musitó Ophélie con una sonrisa.

Vertió leche en los cereales de Pip, sirvió zumo de naranja para las dos, deslizó una rebanada de pan en la tostadora y se preparó un café. Al cabo de cinco minutos, Pip bajó ataviada con el uniforme escolar mientras Ophélie abría la puerta principal para recoger el periódico. Apenas lo había leído durante todo el verano y de hecho no lo echaba de menos. No sucedía nada emocionante, pero pese a ello lo hojeó unos instantes antes de subir a vestirse para poder llevar a Pip a la escuela. Las mañanas siempre eran un poco frenéticas, pero le gustaba, pues la actividad le impedía pensar.

Veinte minutos más tarde estaban en el coche con Mousse y se dirigían hacia la escuela de Pip. La niña miraba por la ventanilla con una sonrisa en los labios.

– ¿Sabes una cosa? -dijo por fin, volviéndose hacia su madre-. Las sugerencias de Matt funcionaron. Me ha gustado mucho dormir contigo.

– A mí también -reconoció Ophélie.

Más de lo que había esperado; resultaba mucho menos solitario que dormir sola en su enorme cama, llorando a su marido muerto.

– ¿Podremos repetirlo alguna vez? -preguntó Pip con expresión esperanzada.

– Me encantaría -repuso Ophélie con una sonrisa al tiempo que llegaban a la escuela.

– Tendré que llamarle para darle las gracias -observó Pip.

Ophélie detuvo el coche, la besó a toda prisa y le deseó buena suerte. Saludando a su madre con la mano, Pip corrió hacia sus amigos, su nuevo día, sus profesores. Ophélie aún sonreía durante el trayecto de vuelta a la casa demasiado grande de Clay Street. Había sido tan feliz el día que se mudaron a ella, y en cambio ahora era tan desgraciada. No obstante, tenía que reconocer que la primera noche había sido mucho mejor de lo que había esperado, y se sentía agradecida por las creativas ideas de Matt.

Subió despacio la escalinata de entrada con Mousse y abrió la puerta principal con un suspiro. Todavía le quedaban algunas cosas que desempaquetar y provisiones que encargar, y aquella tarde quería pasar por el albergue de indigentes. Todo ello bastaría para mantenerla ocupada hasta las tres y media, hora en que tenía que ir a buscar a Pip. Pero al pasar ante la habitación de Chad, no pudo resistir la tentación. Abrió la puerta y se asomó. Las cortinas estaban corridas y la habitación estaba a oscuras, tan vacía y triste que casi le rompió el corazón. Sus posters seguían allí, al igual que todos sus tesoros. Las fotografías de él con sus amigos, los trofeos deportivos de cuando era más pequeño. Sin embargo, la habitación ofrecía un aspecto distinto de la última vez que entrara. Ahora poseía una cualidad seca, como una hoja caída del árbol y a punto de morir, y desprendía un olor polvoriento. Como siempre hacía, se acercó a su cama y apoyó la cabeza sobre la almohada. Aún percibía su olor, aunque ahora con menor intensidad. Y también como siempre, los sollozos se apoderaron de ella. Toda la comida china y toda la música estridente del mundo no podrían cambiar eso, tan solo aplazar la agonía inevitable de saber una vez más que Chad jamás volvería.

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