Su necesidad de amor era inconsolable. Conservaba el recuerdo de la joven negra en lo más hondo de sí mismo, como un secreto vergonzoso. No sabía por qué no hablaba nunca de ello. Por qué asomaba la cabeza donde otros no pondrían jamás los pies. Por qué se castigaba. Si los brazos de las mujeres en los que se refugiaba provenían de un mismo deseo de sabotaje… Ruby tenía razón a fin de cuentas. Su corazón era de hielo: se fundía a discreción.
Tracy, por ejemplo, truco de magia número cincuenta y cuatro, albornoz blanco, túnica pelirroja en mitad de la cocina, con un lápiz sabiamente plantado en lo alto de la cabeza, para recogerse la melena, preparaba huevos revueltos para el desayuno con la habilidad de un recién nacido:
– Oye -se echó a reír la camarera-, ¡qué jaleo hay en tu casa!
Acababan de despertarse. Los Young Gods -unos suizos, según el librito del cedé- se desgañitaban por los altavoces del salón mientras ella se afanaba en los fogones.
– ¿No te gusta la música? -le preguntó él.
– ¡La escucho todas las noches, me sale por las orejas! -se defendió Tracy.
– Pues ciérralas, cariño.
– Oye, tú, qué gracioso te levantas por las mañanas, ¿no?
– Estoy medio atontado -explicó-: me siento como si fuera de noche.
Tracy aporreó la sartén con su tenedor.
– ¡Venga ya! Pero si ya estabas roque cuando he vuelto…
– Lo siento, cariño.
Tracy había vuelto a casa de Brian una vez terminada su jornada, pero Brian se había desplomado al tercer porro de Durban Poison. Era la primera vez que volvían a verse desde la noche loca del sábado y el domingo fallido en casa del amigo «Jim». Tracy tenía treinta y cinco años: sabía que detrás de la barra se podía tirar a todos los tíos que quisiera, el problema era siempre repetir. Otros alcoholes los llevaban a otras chicas, y la pelirroja divertida de las coletas que les servía las copas era siempre agua pasada. Pues hija, tendrás que buscarte un trabajo más normal, se decía a sí misma las noches que se deprimía, y no uno en el que todo el mundo te mire el culo. Pero Tracy no creía mucho en otros trabajos, ni en los tíos en general.
Removió la papilla formada en la sartén, con aire circunspecto.
– Espero ser mejor en la cama -dijo. -Un caviar de berenjenas.
– ¿Y eso está bueno?
– Te tiene que gustar el ajo.
Tracy sirvió los huevos en los platos y lanzó la sartén al fregadero, haciendo un ruido como para romper los tímpanos.
Brian hizo una mueca. Esa chica no le inspiraba en absoluto nada tierno ni delicado.
– ¿Puedo hacerte una pregunta personal? -le dijo, sentándose frente a él.
– Calzo un cuarenta y tres, ya que lo quieres saber todo de mí.
– Hablo en serio…
– Te escucho, cariño.
Tracy bajó los ojos. Se le había soltado un mechón del lápiz y caía por su nuca, formando tirabuzones rojizos.
– Tienes que decirme si soy pesada… Es que como ya no tengo costumbre siempre me parece que me paso con los tíos… Qué tonterías digo, ¿verdad?
– Un poco, cariño.
Pese a su estoicismo de fachada, el truco de magia no dejaba de perder aire, tanto que ya se escabullía por el jardín, escamoteado… Brian consultó su reloj. No es que él llegara tarde, es que el mundo huía.
Como el ANC se negó a aprobar el sistema de los bantustán, el gobierno del apartheid había encerrado a Mandela y a sus compañeros en Robben Island, una isla cubierta de vegetación situada a unas millas de Ciudad del Cabo, que tenía la ventaja de aislar por completo a la oposición política. Mandela tuvo que esperar veintiún años antes de volver a tocar la mano de su mujer.
Sonny Ramphele no tuvo que sufrir esa cruel pena doble: el hermano de Stanley purgaba una condena de dos años en la cárcel de Poulsmoor, un edificio de hormigón insalubre y abarrotado donde hasta las moscas se pudrían en el infierno.
– ¿Encuentra lo que busca? -preguntó el jefe de los vigilantes.
Inclinado sobre el registro, Dan Fletcher echaba un vistazo a las visitas del detenido. Mientras tanto, Kriek, el paleto al que todo el mundo llamaba Jefe, jugueteaba con su manojo de llaves. Fletcher no contestó. Epkeen fumaba, mirando con ojos torvos al carcelero. A él tampoco le gustaban las cárceles, lamentaba que la humanidad no hubiera encontrado nada mejor en ocho mil años de existencia, y todavía le gustaba menos esa clase de jefecillo, beneficiario de la «cláusula del crepúsculo [25]» y que se había reenganchado porque la población carcelaria, en el fondo, no había cambiado: coloured y cafres a mansalva.
Sonny Ramphele estaba en libertad condicional cuando lo habían detenido al volante de un coche robado con tres kilos de marihuana prensada debajo del asiento. El mayor de los dos hermanos no había confesado nada, de modo que le habían caído dos años de cárcel. La trayectoria de Sonny era de las más clásicas: hijo de padres aparceros que habían muerto demasiado pronto, éxodo a la ciudad con su hermano pequeño, hacinamiento, ociosidad, miseria, delincuencia y cárcel. Sonny acababa de cumplir los veintiséis, entre rejas, y si no se metía en líos, saldría en pocos meses.