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Todo lo que Winnie poseía estaba guardado en unas maletas; la mujer no tardó en volver de la habitación contigua con una caja de hojalata con la tapa abollada.

– Esto es todo lo que he conservado…

En el interior de la caja había un acta de nacimiento (Simón había cumplido once años el mes pasado), una ficha de vacunación realizada en el dispensario de Khayelitsha, un libro de escolaridad y una foto, grapada en el lado de una de las hojas. Al niño le costaba sonreír pese a sus mofletes.

– Ya ve, no es gran cosa…

Neuman observaba la fotografía: esa cara…

– ¿Quiere una cerveza? -preguntó Winnie-. Invito yo.

– No -dijo, con la cabeza en otra parte-. No, gracias.

La foto era de hacía apenas un año, pero a Ali le llevó un tiempo reconocerlo: el otro día, en el descampado, el niño canijo con el rostro ensangrentado al que había salvado de los tsotsis y que se había escapado por las tuberías… Simón.

<p>9</p>

Ruby no sabía nada. Y Ali, apenas, una noche en que habían bajado la guardia… Brian tenía entonces diecisiete años, y Maria, veinte.

María no había leído Ada o el ardor, o no la habría entendido; en su casa no se retozaba en el césped que rodeaba el castillo, con su prima o su primo; las paredes de su casa no las habían levantado los primeros granjeros blancos del África austral; su padre no era un alto funcionario ni un apasionado de los caballos de carreras; su madre no preparaba bóerewors por las mañanas preguntándose qué tiempo haría; la ventana de su cocina no daba a un prado, ni la de su habitación a un bosquecillo que hiciera olvidar las verjas electrificadas que rodeaban la finca; Maria no tenía cuadras, ni caballos, ni cadena de alta fidelidad, ni discos -Clash, Led Zeppelin, Plimsouls-; no sabía nada de los grupos de rock que alimentaban su rebeldía, ni de los corazones rotos que salían en los libros, ni de deseos sutiles ni de transgresión; ella nunca había oído hablar de Nabokov, ni del ardor de amar: Maria no sabía leer.

Le habría gustado ser asistente social, pero no se lo habían permitido. Maria era negra. Tenía dos vestidos, uno rojo y uno azul celeste, el más bonito: Brian se lo dijo, un día que la muchacha volvía de las cuadras, con sus sacos llenos de mierda, sus botas de goma y su delantal sucio. Al principio Maria sintió miedo -ese joven blanco que le sonreía era el hijo del bass-, pero sus ojos verde agua brillaban tan fuerte que olvidó las advertencias de su madre. Ningún blanco le había dicho que era guapa… Les bastaron dos meses para acostumbrarse el uno al otro y conocerse. Maria sustituyó a la Ada de sus sueños, y Brian hizo el amor por primera vez en el bosquecillo que había detrás de la mansión familiar, a hurtadillas, bajo el crepitar de las verjas electrificadas que rodeaban la finca. Brian estaba feliz. Si el imbécil de su padre supiera…

– Te voy a enseñar a leer -decretó un día, tumbado junto a ella entre los helechos.

– ¡Jajá!

Brian no sabía que se podía reír tan bien. Tan maravillosamente. Como si, entre sus brazos, el apartheid no existiera. Fin de la infancia, empezaba lo novelesco. Brian no tardó en hacer cualquier cosa para comer su fruto prohibido, inventaba las estratagemas más complicadas: faltaba a clase, daba plantón a sus amigos, dejaba de lado el deporte, para llevársela al bosque. Maria reía: Brian pensó que eso era el amor.

Así pasaron dos años, sin incidentes y sin modificar su apetito carnal. Maria descifraba las palabras de los libros que Brian se llevaba a los helechos, y éste, a su vez, el manual de instrucciones del cuerpo femenino que ella le ofrecía. Maria olía a almizcle, a especias y a frutas del bosque.

– No me abandonarás nunca, ¿verdad?

– ¡Estás loco!

Maria se reía.

Por supuesto que él pensaba que eso era amor…

Brian volvió a casa un día en que Maria estaba trabajando, a mediodía, para darle una sorpresa. La casa estaba vacía, su madre se había marchado al centro de compras con otras muñecas lechosas amigas suyas. Rodeó el garaje, comprobó que no había ningún empleado podando el seto del jardín y corrió a las cuadras. El purasangre pastaba en el cercado vecino, y entonces oyó un ruido que venía del silo. Maria… Se acercó sin hacer ruido, imaginó su espalda inclinada sobre la escoba, su olor tan especial, y la realidad lo abofeteó en plena cara: Maria estaba inclinada sobre la barandilla de un box, con el vestido levantado, mientras un tipo gordo se la trabajaba. Su padre. Jadeaba, respirando como un buey, con los pies nadando entre excrementos. Brian sólo veía su enorme culo que se contraía a cada embestida, su pantalón arrugado por encima de las botas, y Maria que se agarraba para no caer…

– Lo mataré… Lo mataré -repetía, con los ojos húmedos de lágrimas.

Pero era demasiado tarde. Brian no se atrevió entonces a coger la horca que había junto a la entrada de la cuadra, no tuvo el valor de clavar a su padre como una mariposa nocturna en la puerta del silo, hincarle la horca en la espalda hasta que le saliera por la garganta.

Le tenía miedo.

– Lo mataré…

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