Neuman saltó el parapeto que rodeaba el faro y bajó hacia las rocas desprendidas que colgaban por encima del precipicio. Un trozo de luna bostezaba en el azul muerto del cielo; trepó a las rocas, cerró los ojos y se dejó zarandear por las ráfagas de viento. Un paso más y se lo tragaba el vacío. Un descanso acrobático… Pero podía darle la vuelta a la piel de la tierra como se despelleja a un conejo, unirse a las aguas plateadas en un abrazo postrero, al final del vértigo estaba solo.
Neuman contempló cómo caía la noche antes de bajar del acantilado.
La luna lo guió por el camino. Pese a los puntos, volvía a sangrarle la oreja. Se le acercó un babuino, un macho viejo, que el zulú ahuyentó con una mirada asesina. Pensaba en Claire, en los niños, en todo lo que no había hecho para salvar a Dan… Apenas había cruzado las barreras de la reserva cuando Epkeen llamó al móvil. Brian estaba en el hospital, con ellos.
Una probabilidad entre diez, había dicho el médico.
– ¿Cómo está?
Neuman contuvo el aliento, en vano:
– Todo ha terminado…
2
Joost Terreblanche había servido dieciséis años como coronel en el 77° batallón de infantería, la unidad especial encargada de mantener el orden en el bantustán de KwaZulu.
El gobierno del apartheid había delegado el poder en el interior de los enclaves en jefes tribales, bajo tutela del ministerio. Esos jefes «comprados» recibían el apoyo de milicias constituidas por desarrapados locales, los vigilantes, que imponían la ley a golpe de porra. La población negra vivía en un estado de terror permanente, también porque los militantes del ANC o del Frente Democrático Unido (UDF) [30]
imponían feroces represalias contra quienes violaran el boicot y contra toda persona que colaborara con el opresor. Políticamente aislado, el apartheid había sobrevivido dividiendo a sus enemigos. Se permitió así que el Inkatha, el partido zulú del jefe Buthelezi, disputara al ANC su papel de jefe de la oposición y criticara después su posible participación en una coalición gubernamental, lo que provocó diez años de guerra civil larvada y la peor violencia de toda su historia [31]. Las manifestaciones degeneraban en baños de sangre: cuando las revueltas amenazaban con convertirse en sublevación, se enviaba a los Casspir del 77° batallón, los famosos vehículos blindados, que traumatizaron a toda una generación.Joost Terreblanche había demostrado una eficacia notable, era un «limpiador de bantustán» cuyas proezas se mencionaban en las escuelas militares. Como recompensa a sus leales servicios, el gobierno atribuyó una nueva residencia a la familia del militar.
Ross y FranϚ
ois, los dos hijos robustos y vigorosos que su mujer le había dado pese a sus carencias, habían crecido hasta entonces en el ambiente austero y confinado de los cuarteles: el marco encantador de la nueva propiedad sería, a sus dieciséis y catorce años respectivamente, su nuevo territorio de libertad. Joost estaba orgulloso de su situación y confiaba en el futuro. Ruth, su mujer, lo preocupaba más: era el eslabón débil de la familia.De constitución frágil, Ruth sostenía que no podía ocuparse ella sola de una casa tan grande, una vivienda del más puro estilo colonial y de la que no habrían renegado los antepasados hugonotes de Joost. Cocinera, jardinero, asistenta, boy…, Ruth no tardó en rodearse de todo un abanico de ayuda doméstica. Por supuesto, el acceso a la casa estaba vigilado: pero Joost no podía sospechar que el enemigo vendría de dentro.
El jardinero negro, un zulú llamado Jake. Bajo su sempiterno gorro rojo descolorido y sus guantes raídos, armados con tijeras de podar, se escondía el alma de un granuja: Ruth nunca debería haber dejado a François con ese tipo, y menos aún haber permitido que lo ayudara a plantar sus malditas flores. François era más joven, más impulsivo, más frágil que Ross, que era sólido en todos los aspectos -había que verlo serrar madera-. El jardinero le había llenado la cabeza de ideas negras al muchacho. Sabía que François era vulnerable. Lo había manipulado con sus humildes sonrisas de cafre embrutecido bajo el sol… A François le bastaron dos años para repetirle esas tonterías a su padre a la cara, una noche durante la cena, con toda la convicción del joven imbécil que está descubriendo el mundo. Joost se había mostrado firme, pero François se había encarado con él. Explicaciones, amenazas, castigos y palizas. Por mucho que Ruth llorara y suplicara, era en vano, ninguno de los dos cedió. Al jardinero le dieron una paliza también y lo despidieron, y a François lo mandaron a un colegio interno. Joost se decía que no era más que una crisis de adolescencia: él había sometido a otros hombres mucho más duros de pelar que ese blandengue. Más tarde se lo agradecería.