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– ¡Llama a una ambulancia! -le gritó Neuman, presionando la yugular de su amigo-. ¡Date prisa!

SEGUNDA PARTE

ZAZIWE

1

– ¿Qué tienes, hermano?

– Estoy ardiendo.

– ¿Y tus rodillas?

– Golpean la una contra la otra.

– ¿ Y tu pantalón rojo?

– Ya lo ves, está empapado.

– ¡¿Ytus mejillas, hermano, tus mejillas?!

– Dos surcos de petróleo.

Andy había ardido ante sus ojos: las lágrimas negras se evaporaban como caucho en sus mejillas, pompas mugrientas que reventaban ahí mismo, petrificadas… Los de la milicia habían soltado al chico, ya no era necesario sostenerlo, se mantenía en pie él solo, o más bien buscaba un lugar donde mantenerse en pie. Andy había querido rodar por el suelo, pero la goma ya se había fundido sobre él: por mucho que gesticulara, por mucho que profiriera gritos que rompieran los tímpanos de la Tierra entera, no encontraba un lugar donde desaparecer.

El tiempo se había comprimido en la mente de Ali. Sin duda era demasiado pequeño para comprender de verdad lo que estaba ocurriendo. Todo era vago, irreal, se sentía extrañamente superado por la situación. Distinguía siluetas en la noche, los ojos inyectados en sangre bajo los pasamontañas, el árbol-horca en medio del jardín, la luna resquebrajada, las luces del coche de policía al fondo de la calle, los vigilantes [29] que montaban guardia alrededor de la casa, los policías de paisano que alejaban a los vecinos, pero todo era falso, salvo esas lágrimas negras que resbalaban por las mejillas de su hermano…

Andy se había convertido en un incendio, en una antorcha consumida, un faro vuelto del revés. Ali no oía las voces ni los rumores de la calle, era sordo al caos, y las imágenes seguían superponiéndose, vacías de sentido: su madre estaba detrás de la ventana, con el rostro pegado al cristal, la obligaban a mirar, los gritos, los alientos fétidos de los gigantes, hasta el olor del caucho, todo ello pasaba como flechas por encima de su cabeza.

Los hombres lo sujetaban para que no se perdiera nada del espectáculo: «¡Mira bien, pequeño zulú! ¡Mira lo que ocurre!», pero el miedo a morir lo había dejado fuera de combate. Ali sentía vergüenza, la vergüenza del débil, tanta como para olvidar a Andy, que se estaba quemando vivo: él, Ali, seguía vivo, sólo eso importaba.

No vio lo que ocurrió después: el mundo se había vuelto del revés, la luna había caído del cielo, hecha añicos.

Cuando volvió a abrir los ojos, los gritos habían cesado. El cuerpo hecho un ovillo de Andy yacía en el suelo, parecía un pájaro cubierto de petróleo, y todavía flotaba en el aire ese espantoso olor a quemado… Ali vio entonces a su padre colgado del árbol, y la realidad volvió a él como un bumerán.

No había duda: estaba en su casa, en el infierno.

Una mano lo agarró del pelo y lo arrastró detrás de la casa…


El viento alisaba la hierba y el océano, del color del mercurio, que espejeaba en el crepúsculo. Neuman siguió el camino de piedras hasta lo alto del acantilado. Una gaviota que volaba en el cielo pasó a su altura y lo miró a los ojos antes de precipitarse al abismo.

El faro de Cape Point, desierto, brillaba con su luz roja. Ali rodeó la pared cubierta de grafiti y se acodó en el parapeto. Al fondo, las olas grises rompían contra las calas. El miedo pasaba, pero no el olor a carne quemada.

Dan había sido trasladado al hospital más cercano, en estado crítico. El helicóptero del equipo de socorro había tardado cerca de veinte minutos en aterrizar en la playa de Muizenberg: para ellos había sido como una hora.

Por mucho que apretaran los torniquetes, por mucho que bloquearan el flujo de las arterias y taponaran los agujeros con sus chaquetas y sus camisas, Dan se les iba. Le hablaban, le decían que le volverían a coser las manos, conocían a un especialista, el mejor, le pondrían unas nuevas, más bonitas todavía, más hábiles, manos quirúrgicas, por así decirlo, decían lo que fuera, lo que se les pasara por la cabeza. Claire, los niños, y ellos dos, ellos dos también lo necesitaban, hoy, mañana, el resto de su vida; le hablaban aunque estuviera inconsciente, tendido en el suelo, en coma, con la garganta abierta en un rictus espantoso, y toda esa sangre que la arena se bebía… Neuman volvía a ver su rostro aterrorizado ante el machete, sus ojos claros que le suplicaban, y sus sollozos de niño cuando le cortaron la primera mano… Él lo había arrastrado a esa pesadilla.

El equipo médico, los primeros auxilios en la camilla, la transfusión de urgencia, el helicóptero que se lo había llevado por el cielo, el que le hubieran asegurado que harían todo por salvarlo, nada de eso cambiaba nada. Epkeen no había intervenido demasiado tarde: el que había fallado era él.

Quedaba la vida, aferrada a los jirones, y la esperanza de que se salvara; su corazón latía débilmente cuando se lo llevaban…

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