Aquella noche Amalfitano se quedó despierto hasta muy tarde. Lo primero que hizo al llegar a casa fue ir al jardín trasero a comprobar si seguía allí el libro de Dieste. Durante el viaje de regreso la profesora Pérez había tratado de ser simpática y de iniciar un diálogo que los involucrara a los cuatro, pero su hijo se durmió nada más iniciar el descenso y poco después Rosa, con la cara apoyada en la ventana, hizo lo mismo. Amalfitano no tardó en seguir el ejemplo de su hija. Soñó con la voz de una mujer que no era la voz de la profesora Pérez sino la de una francesa, que le hablaba de signos y de números y de algo que Amalfitano no entendía y que la voz de su sueño llamaba «historia descompuesta» o «historia desarmada y vuelta a armar», aunque evidentemente la historia vuelta a armar se convertía en otra cosa, en un comentario al margen, en una nota sesuda, en una carcajada que tardaba en apagarse y saltaba de una roca andesita a una riolita y luego a una toba, y de ese conjunto de rocas prehistóricas surgía una especie de azogue, el espejo americano, decía la voz, el triste espejo americano de la riqueza y la pobreza y de las continuas metamorfosis inútiles, el espejo que navega y cuyas velas son el dolor. Y luego Amalfitano cambió de sueño y ya no oyó ninguna voz, lo que probablemente indicaba que dormía profundamente, y soñó que se acercaba a una mujer, a una mujer constituida sólo por un par de piernas al final de un pasillo oscuro, y luego oyó que alguien se reía de sus ronquidos, el hijo de la profesora Pérez, y pensó: mejor. Cuando entraban a Santa Teresa por la carretera del este, un camino a esa hora repleto de camiones destartalados y camionetas de bajo cilindraje que volvían del mercado de la ciudad o de algunas ciudades de Arizona, se despertó. No sólo había dormido con la boca abierta sino que tenía el cuello de la camisa lleno de babas. Mejor, pensó, mucho mejor. Al mirar, con expresión satisfecha, a la profesora Pérez, notó en ésta un leve dejo de tristeza. Fuera del alcance de la vista de sus respectivos hijos, la profesora acarició levemente la pierna de Amalfitano mientras éste giraba la cabeza y contemplaba un puesto de tacos callejeros en donde una pareja de policías bebía cervezas y hablaban y contemplaban, con sus pistolas colgando de sus caderas, el crepúsculo rojo y negro, como una marmita de chile espeso cuyos últimos hervores se apagaban por el oeste. Cuando llegaron a casa ya no había luz pero la sombra del libro de Dieste que colgaba del tendedero era más clara, más fija, más razonable, pensó Amalfitano, que todo lo que había visto en el extrarradio de Santa Teresa y en la misma ciudad, imágenes sin asidero, imágenes que contenían en sí toda la orfandad del mundo, fragmentos, fragmentos.
Esa noche esperó con miedo a la voz. Trató de preparar una clase pero pronto se dio cuenta de que era tarea inútil preparar algo que sabía hasta la saciedad. Pensó que si dibujaba sobre la hoja de papel en blanco que tenía ante sí otra vez aparecerían aquellas figuras geométricas primarias. Así que dibujó un rostro que luego borró y luego se ensimismó en el recuerdo de aquel rostro despedazado. Recordó (pero como de pasada, como se recuerda un rayo) a Raimundo Lulio y su máquina prodigiosa.
Prodigiosa por inútil. Cuando volvió a mirar el papel en blanco había escrito, en tres hileras verticales, los siguientes nombres:
Pico della Mirandola Hobbes Boecio
Husserl Locke Alejandro de Hales
Eugen Fink Erich Becher Marx
Merleau-Ponty Wittgenstein Lichtenberg
Beda el Venerable Lulio Sade
San Buenaventura Hegel Condorcet
Juan Filópono Pascal Fourier
San Agustín Canetti Lacan
Schopenhauer Freud Lessing
Durante un rato, Amalfitano leyó y releyó los nombres, en horizontal y vertical, desde el centro hacia los lados, desde abajo hacia arriba, saltados y al azar, y luego se rió y pensó que todo aquello era un truismo, es decir una proposición demasiado evidente y por lo tanto inútil de ser formulada. Luego se tomó un vaso de agua de la llave, agua de las montañas de Sonora, y mientras esperaba que el agua bajara por su garganta dejó de temblar, un temblor imperceptible que sólo él era capaz de sentir, y se puso a pensar en los acuíferos de la Sierra Madre que corrían en medio de una noche interminable hacia la ciudad, y también pensó en los acuíferos que subían desde sus escondites más cercanos a Santa Teresa, y en el agua que teñía los dientes con una suave película ocre. Y cuando se hubo tomado el vaso de agua miró por la ventana y vio la sombra alargada, sombra de ataúd, que el libro colgante de Dieste proyectaba sobre el patio.