Hablo desde las cosas sencillas de la vida. ¿Tú enseñas filosofía?, dijo la voz. ¿Tú enseñas a Wittgenstein?, dijo la voz. ¿Y te has preguntado si tu mano es una mano?, dijo la voz. Me lo he preguntado, dijo Amalfitano. Pero ahora tienes cosas más importantes que preguntarte, ¿me equivoco?, dijo la voz. No, dijo Amalfitano. Por ejemplo, ¿por qué no acercarte a un vivero y comprar semillas y plantas y puede que hasta un pequeño arbolito para plantar en medio de tu jardín trasero?, dijo la voz. Sí, dijo Amalfitano. He pensado en mi posible y factible jardín y en las plantas que necesito comprar y en las herramientas para llevarlo a cabo. Y también has pensado en tu hija, dijo la voz, y en los asesinatos que se cometen a diario en esta ciudad, y en las mariconas nubes de Baudelaire (perdón), pero no has pensado seriamente si tu mano realmente es una mano. No es cierto, dijo Amalfitano, lo he pensado, lo he pensado. Si lo hubieras pensado, dijo la voz, otro pájaro te cantaría. Y Amalfitano se quedó en silencio y sintió que el silencio era una suerte de eugenesia. Miró la hora en su reloj. Eran las cuatro de la mañana.
Oyó que alguien ponía en marcha el motor de un coche. El coche tardaba en arrancar. Se levantó y se asomó a la ventana.
Los coches estacionados enfrente de su casa estaban vacíos.
Miró hacia atrás y luego puso la mano en el pomo de la cerradura.
La voz dijo: cuidado, pero lo dijo como si se encontrara muy lejos, en el fondo de un barranco en donde asomaban trozos de piedras volcánicas, riolitas, andesitas, vetas de plata y vetas de oro, charcos petrificados cubiertos de minúsculos huevecillos, mientras en el cielo morado como la piel de una india muerta a palos sobrevolaban ratoneros de cola roja. Amalfitano salió al porche. A la izquierda, a unos diez metros de su casa, un coche negro encendió los faros y se puso en marcha. Al pasar delante del jardín el chofer se inclinó y contempló a Amalfitano sin detenerse. Era un tipo gordo y de pelo muy negro, vestido con un traje barato y sin corbata. Cuando desapareció, Amalfitano volvió a la casa. Mala pinta, dijo la voz, no bien franqueó la puerta de entrada. Y después: tienes que tener cuidado, camarada, me parece que aquí las cosas están al rojo vivo.
¿Y tú quién eres y cómo has llegado aquí?, dijo Amalfitano.
No tiene sentido explicarte eso, dijo la voz. ¿No tiene sentido?, dijo Amalfitano riéndose en susurros, como una mosca.
No tiene sentido, dijo la voz. ¿Te puedo hacer una pregunta?, dijo Amalfitano. Hazla, dijo la voz. ¿De verdad eres el fantasma de mi abuelo? Mira con lo que me sales, dijo la voz. Por supuesto que no, soy el espíritu de tu padre. El de tu abuelo te ha olvidado. Pero yo soy tu padre y no te olvidaré jamás. ¿Lo entiendes?
Sí, dijo Amalfitano. ¿Entiendes que de mí no tienes nada que temer? Sí, dijo Amalfitano. Ponte a hacer algo útil y luego revisa que todas las puertas y ventanas estén perfectamente cerradas y vete a dormir. ¿Algo útil como qué?, dijo Amalfitano. Por ejemplo, lava los platos, dijo la voz. Y Amalfitano encendió un cigarrillo y se puso a hacer lo que la voz le había sugerido. Tú lavas y yo hablo, dijo la voz. Todo está en calma, dijo la voz. No hay beligerancia entre tú y yo, el dolor de cabeza, si lo tienes, el zumbido de los oídos, el pulso acelerado, la taquicardia, pronto se irán, dijo la voz. Te calmarás, pensarás y te calmarás, dijo la voz, mientras haces algo de utilidad para tu hija y para ti. Comprendido, susurró Amalfitano. Bien, dijo la voz, esto es como una endoscopia, pero indolora. Entendido, susurró Amalfitano. Y lavó los platos y la olla con restos de pasta y salsa de tomate y los tenedores y los vasos y la cocina y la mesa donde habían comido, fumando un cigarrillo tras otro y también bebiendo de vez en cuando sorbitos de agua directamente de la llave. Y a las cinco de la mañana sacó la ropa sucia del cesto de ropa sucia del baño y luego salió al jardín trasero y metió la ropa en la lavadora y marcó el programa de lavado normal y miró el libro de Dieste que colgaba inmóvil y luego volvió a la sala y sus ojos buscaron como los ojos de un adicto algo más que limpiar u ordenar o lavar, pero no encontró nada y se quedó sentado, susurrando sí o no o no me acuerdo o puede ser. Todo está muy bien, decía la voz. Todo es cuestión de que te vayas acostumbrando. Sin gritar. Sin ponerte a sudar y a dar saltos.