El lugar se llamaba Los Zancudos y era un rectángulo de treinta metros de largo por unos diez de ancho, con una pequeña tarima en el fondo en donde los viernes y sábados actuaban grupos que tocaban corridos o canciones rancheras. La barra no medía menos de quince metros. Los lavabos estaban afuera, y uno podía entrar en ellos directamente por el patio o a través de un estrecho pasillo de láminas de zinc que los conectaba con el local. No había mucha gente. Los camareros, a quienes Marco Antonio Guerra conocía por su nombre, los saludaron pero ninguno se acercó a atenderlos. Sólo unas pocas luces estaban encendidas. Le recomiendo que pida mezcal Los Suicidas, dijo Marco Antonio. Amalfitano sonrió amablemente y dijo que sí, pero sólo una copita. Marco Antonio levantó una mano y chasqueó los dedos. Estos cabrones deben de estar sordos, dijo. Se levantó y se acercó a la barra. Al cabo de un rato regresó con dos vasos y una botella de mezcal llena hasta la mitad. Pruébelo, dijo. Amalfitano dio un sorbo y le pareció bueno. En el fondo de la botella tendría que haber un gusano, dijo, pero estos muertos de hambre seguro que se lo comieron. Parecía un chiste y Amalfitano se rió. Pero le certifico que es mezcal Los Suicidas auténtico, puede bebérselo con confianza, dijo Marco Antonio.
Al segundo trago Amalfitano pensó que, en efecto, se trataba de una bebida extraordinaria. Ya no se fabrica, dijo Marco Antonio, como tantas cosas en este pinche país. Y al cabo de un rato, mirando fijamente a Amalfitano, dijo: nos vamos al carajo, supongo que usted se ha dado cuenta, ¿no, maestro?
Amalfitano respondió que la situación no era como para echar las campanas al vuelo, sin especificar a qué se refería ni entrar en detalles. Esto se deshace entre las manos, dijo Marco Antonio Guerra. Los políticos no saben gobernar. La clase media sólo piensa en irse a los Estados Unidos. Y cada vez llega más gente a trabajar en las maquiladoras. ¿Sabe lo que yo haría?
No, dijo Amalfitano. Pues quemar unas cuantas. ¿Unas cuantas qué?, dijo Amalfitano. Unas cuantas maquiladoras. Ah, vaya, dijo Amalfitano. También sacaría el ejército a la calle, bueno, a la calle no, a las carreteras, para impedir que siguieran llegando más muertos de hambre. ¿Controles en las carreteras?, dijo Amalfitano. Pues sí, es la única solución que veo. Probablemente hay otras, dijo Amalfitano. La gente ha perdido todo el respeto, dijo Marco Antonio Guerra. El respeto por los demás y el respeto por ellos mismos. Amalfitano miró hacia la barra.
Tres camareros cuchicheaban mirando de reojo hacia su mesa.
Creo que lo mejor es que nos marchemos, dijo Amalfitano.
Marco Antonio Guerra se fijó en los camareros y les hizo un gesto obsceno con la mano y después se rió. Amalfitano lo cogió por un brazo y lo arrastró hasta el aparcamiento. Ya era de noche y un enorme letrero luminoso con un zancudo de patas largas brillaba sobre una armazón de hierro. Me parece que esta gente tiene algo contra usted, dijo Amalfitano. No se preocupe, maestro, dijo Marco Antonio Guerra, voy armado.
Cuando llegó a su casa Amalfitano olvidó de inmediato al joven Guerra y pensó que tal vez no estaba tan loco como creía ni tampoco la voz era un alma en pena. Pensó en la telepatía.
Pensó en los mapuches o araucanos telépatas. Recordó un libro muy delgado, que no llegaba a las cien páginas, de un tal Lonko Kilapán, publicado en Santiago de Chile en el año de 1978, que un viejo amigo, humorista de ley, le había enviado cuando él vivía en Europa. El tal Kilapán se presentaba a sí mismo con las siguientes credenciales: Historiador de la Raza, Presidente de la Confederación Indígena de Chile y Secretario de la Academia de la Lengua Araucana. El libro se llamaba
Texto aprobado por el Consejo Araucano de la Historia.
Después venía el prólogo, que decía así: