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La cena, por lo demás, no fue nada del otro mundo. El doctor Negrete simplemente quería conocerlo y supuso, o le hicieron notar, que un primer encuentro en las oficinas del edificio de la rectoría resultaba mucho más frío que un primer encuentro en el acogedor ambiente de su propia casa, en realidad un noble caserón de dos pisos rodeado de un jardín exuberante donde crecían plantas de todo México y en donde no faltaban los rincones frescos y apartados para sostener reuniones en petit comité. El doctor Negrete era un tipo silencioso, ensimismado, al que le gustaba más oír lo que hablaban los otros que llevar él la batuta de la conversación. Se interesó por Barcelona, recordó que en su juventud había estado en un congreso en Praga, aludió a un ex profesor de la Universidad de Santa Teresa, un argentino, que ahora daba clases en una Universidad de California y el resto del tiempo permaneció callado. Su mujer, en cuyos rasgos se intuía si no una pasada belleza sí un porte y una distinción de la que carecía el rector, se mostró mucho más amable con Amalfitano y, sobre todo, con Rosa, quien le recordaba a su hija menor, de nombre Clara, como ella, y que desde hacía años vivía en Phoenix. En algún momento de la cena Amalfitano creyó notar un cruce de miradas más bien turbio entre el rector y su mujer. En los ojos de ella percibió algo que podría asemejarse al odio. La cara del rector, por el contrario, manifestó un miedo súbito que duró lo que dura el aleteo de una mariposa. Pero Amalfitano lo notó y por un instante (el segundo aleteo) el miedo del rector estuvo a punto de rozarle también a él la piel. Cuando se recuperó y miró a los demás comensales se dio cuenta de que nadie había percibido esa mínima sombra como un hoyo cavado aprisa y de donde se desprendía una fetidez alarmante.

Pero se equivocaba. El joven Marco Antonio Guerra sí se había dado cuenta. Y además se había dado cuenta de que él también se había dado cuenta. La vida no vale nada, le dijo al oído cuando salieron al jardín. Rosa se sentó junto a la mujer del rector y la profesora Pérez. El rector se sentó en la única mecedora que había en la pérgola. El decano Guerra y dos profesores de filosofía se sentaron a su lado. Las esposas de los profesores buscaron un lugar junto a la mujer del rector. Un tercer profesor, soltero, se quedó de pie, junto a Amalfitano y el joven Guerra. Una sirvienta vieja, casi una anciana, entró al cabo de un rato portando una enorme bandeja llena de vasos y copas que dejó sobre la mesa de mármol. Amalfitano pensó en ayudarla, pero luego consideró que tal vez su acto fuera malinterpretado como una descortesía. Cuando la anciana volvió a aparecer trayendo más de siete botellas en precario equilibrio, Amalfitano no pudo contenerse más y fue en su ayuda. La anciana, al verlo, abrió los ojos de forma desmesurada y la bandeja empezó a resbalar de sus manos. Amalfitano oyó el grito, un gritito ridículo, que profería la mujer de uno de los profesores, y en ese mismo momento, mientras la bandeja caía, distinguió la sombra del joven Guerra que volvía a dejar todo en perfecto equilibrio. No te apenes, Chachita, oyó que decía la mujer del rector. Después oyó que el joven Guerra, tras dejar las botellas sobre la mesa, le preguntaba a doña Clara si no tenía en su licorero mezcal Los Suicidas. Y también oyó que el decano Guerra decía: no le hagan caso, son las cosas que tiene mi hijo.

Y oyó que Rosa decía: mezcal Los Suicidas, qué nombre más bonito. Y oyó que la mujer de un profesor decía: qué nombre más original, eso sí que sí. Y oyó a la profesora Pérez: qué susto he pasado, pensé que se caían. Y oyó a un profesor de filosofía que, para cambiar de tema, hablaba de música norteña. Y oyó que el decano Guerra decía que la diferencia entre un conjunto musical norteño y uno del resto del país estribaba en que el conjunto norteño siempre usaba un acordeón y una guitarra, con acompañamiento de bajo sexto y algún brinco. Y oyó que el mismo profesor de filosofía preguntaba qué era un brinco.

Y oyó que el decano respondía que un brinco era, para poner un ejemplo, como la percusión, como la batería en un grupo de rock, como los timbales, y que en la música norteña un brinco legítimo podía ser la redova o más usualmente los palitos. Y oyó que el rector Negrete decía: así es. Y luego aceptó un vaso de whisky y buscó el rostro de quien se lo había puesto en la mano y encontró la cara blanqueada por la luna del joven Guerra.

La prueba número 2, sin duda la que más interesaba a Amalfitano, se titulaba Es hijo de mujer araucana y empezaba de la siguiente manera: «A la llegada de los españoles, los araucanos establecieron dos conductos de comunicaciones desde Santiago: la telepatía y el adkintuwe.55 Lautaro,56 por sus relevantes condiciones telepáticas, siendo todavía niño, fue llevado al norte con su madre, para ponerlo al servicio de los españoles.

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