«En Villa Alegre, antes llamada Warakulen, reposan los restos del abate Juan Ignacio Molina, traídos desde Italia a su pueblo natal. Fue profesor de la Universidad de Bolonia, donde su estatua preside la entrada al panteón de los Hijos Ilustres de Italia, entre las estatuas de Copérnico y Galileo. Según Molina existe un parentesco indudable entre griegos y araucanos.» Este Molina había sido jesuita y naturalista, y su vida había discurrido entre los años 1740 y 1829.
Poco después del episodio del restaurante Los Zancudos, Amalfitano volvió a ver al hijo del decano Guerra. Esta vez el joven vestía como vaquero, aunque se había afeitado y olía a colonia Calvin Klein. Aun así, sólo le faltaba el sombrero para parecer un vaquero de verdad. La manera de abordarlo fue brusca y no desprovista de cierto misterio. Amalfitano iba caminando por un pasillo de la facultad excesivamente largo, desierto a esa hora y algo oscuro, cuando de pronto Marco Antonio Guerra emergió de un rincón como si le hubiera preparado una broma de pésimo gusto o pretendiera asaltarlo. Amalfitano dio un respingo, al que siguió un manotazo del todo automático.
Soy yo, Marco Antonio, dijo el hijo del decano, al recibir una segunda bofetada. Después ambos se reconocieron y serenaron y reemprendieron juntos el camino hacia el recuadro de luz que emergía del fondo del pasillo, que le evocó a Marco Antonio los testimonios de aquellos que han estado en coma o en situación de muerte clínica y que dicen haber visto un túnel oscuro y en el final del túnel un resplandor blanco o diamantino, y en ocasiones incluso atestiguan la presencia de seres difuntos y queridos que les dan la mano o los tranquilizan o les ruegan que mejor no sigan avanzando pues la hora o la microfracción de segundo en el que se opera el cambio aún no ha llegado. ¿Usted qué cree, maestro? ¿La gente que está a punto de morir se inventa esas tonterías o es real? ¿Es sólo un sueño de los que están agonizando o entra dentro de lo posible que estas cosas sucedan? No lo sé, dijo Amalfitano con sequedad, pues aún no se le había pasado el susto ni tampoco tenía ganas de repetir el encuentro de la vez pasada. Bueno, dijo el joven Guerra, pues si quiere saber lo que yo pienso, no creo que sea verdad.
La gente ve lo que quiere ver y nunca lo que quiere ver la gente se corresponde con la realidad. La gente es cobarde hasta el último aliento. Se lo digo confidencialmente: el ser humano, hablando grosso modo, es lo más semejante que hay a una rata.
Contra lo que esperaba (deshacerse del joven Guerra nada más salir del pasillo evocador de la vida de ultratumba), Amalfitano tuvo que seguirlo sin rechistar pues el hijo del decano era portador de una invitación para cenar esa misma noche en casa del rector de la Universidad de Santa Teresa, el ilustre doctor Pablo Negrete. Así que se subió al coche de Marco Antonio, quien lo llevó hasta su casa y que prefirió, en un rasgo de timidez que a Amalfitano le resultó inesperado, esperarlo afuera, vigilando el coche, como si en esa colonia hubiera ladrones, mientras Amalfitano se refrescaba y cambiaba de ropa, y su hija, que por supuesto también estaba invitada, hacía lo mismo o no, en fin, que su hija podía acudir a la cena vestida como quisiera pero que él, Amalfitano, era mejor que se presentara en el hogar del doctor Negrete al menos con chaqueta y corbata.