El camarero se le acercó y le preguntó si era verdad que era periodista. Soy periodista. Del
– Hermano -dijo el tipo bajito sin levantarse de su mesa-, tu revista tiene un nombre de mierda. -Sus dos compañeros de cartas se rieron-. Personalmente ya estoy harto de tantos amaneceres -dijo el tipo bajito-, me gustaría que de vez en cuando los hermanos de Nueva York hicieran algo con el atardecer, que es la mejor hora, al menos en este jodido barrio.
– Cuando vuelva se lo diré. Yo sólo hago reportajes -dijo.
– Barry Seaman hoy no ha venido -dijo un viejo que estaba, al igual que él, sentado junto a la barra.
– Creo que está enfermo -dijo otro.
– Es verdad, algo de eso oí decir -dijo el viejo de la barra.
– Lo esperaré un rato -dijo Fate, y terminó de beberse su cerveza.
El camarero se acodó junto a él y le dijo que en sus tiempos había sido boxeador.
– Mi última pelea fue en Atenas, en Carolina del Sur. Peleé contra un chico blanco. ¿Quién crees que ganó? -dijo.
Fate lo miró a los ojos, hizo un gesto indescifrable con la boca y le pidió otra cerveza.
– Hacía cuatro meses que no veía a mi mánager. Sólo andaba yo con mi entrenador, el viejo Johnny Turkey, recorriendo las ciudades de Carolina del Sur y Carolina del Norte y durmiendo en los peores hoteles. Íbamos como mareados, yo por los golpes recibidos y el viejo Turkey porque ya tenía más de ochenta años.
Sí, ochenta, o puede que ochentaitrés. A veces, antes de dormirnos, con la luz ya apagada, discutíamos sobre eso. Turkey decía que acababa de cumplir ochenta. Yo que tenía ochentaitrés. La pelea era una pelea amañada. El empresario me dijo que tenía que dejarme caer en el quinto round. Y dejarme castigar un poco en el cuarto. A cambio me darían el doble de lo prometido, que no era mucho. Se lo dije esa noche a Turkey mientras cenábamos. Por mí no hay problema, me dijo. Ningún problema.
El problema es que esta gente suele no cumplir después sus compromisos. Así que tú verás. Eso me dijo.
Cuando volvió a casa de Seaman se sentía un poco mareado.
Una luna enorme se desplazaba por las azoteas de los edificios.
Junto a un zaguán un tipo lo abordó y le dijo algo que o bien no entendió o bien le parecieron palabras inadmisibles.
Soy amigo de Barry Seaman, hijo de puta, le dijo mientras lo intentaba coger por las solapas de su chaqueta de cuero.
– Tranquilo -dijo el tipo-. Tómatelo con calma, hermano.
En el fondo del zaguán vio cuatro pares de ojos de color amarillo que brillaban en la oscuridad, y en la mano colgante del tipo al que sujetaba vio el reflejo fugaz de la luna.
– Lárgate si no quieres morir -dijo.
– Tranquilo, hermano, primero suéltame -dijo el tipo.
Fate lo soltó y buscó la luna en las azoteas de enfrente. La siguió. Mientras caminaba oyó ruidos en las calles laterales, pasos, carreras, como si una parte del barrio se acabara de despertar.
Junto al edificio de Seaman distinguió su coche alquilado.
Lo examinó. No le habían hecho nada. Después llamó por el portero automático y una voz le preguntó, de muy mal humor, qué quería. Fate se identificó y dijo que era el enviado del
Adelante, dijo la voz. Subió las escaleras a cuatro patas. En algún momento se dio cuenta de que no estaba bien. Seaman lo esperaba en el rellano.
– Necesito ir al lavabo -dijo Fate.
– Jesús -dijo Seaman.
La sala era pequeña y modesta y vio muchos libros desparramados por todas partes y también carteles pegados en las paredes y fotos pequeñas esparcidas por las estanterías y la mesa y encima del televisor.
– La segunda puerta -dijo Seaman.
Fate entró y se puso a vomitar.
Al despertar vio a Seaman escribiendo con un bolígrafo.
A su lado había cuatro libros muy gruesos y varias carpetas llenas de papeles. Seaman usaba gafas para escribir. Se fijó en que de los cuatro libros tres eran diccionarios y el cuarto era un mamotreto que se llamaba
El viejo lo miró por encima de sus gafas y le ofreció una taza de café. Seaman medía un metro ochenta, por lo menos, pero caminaba algo encorvado, lo que lo hacía parecer más pequeño.