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Se ganaba la vida dando conferencias que por regla general no estaban bien pagadas, pues solían contratarlo instituciones escolares que trabajaban en los guetos y de vez en cuando pequeñas universidades progresistas que no contaban con un presupuesto suficiente. Hacía unos años había publicado un libro titulado Comiendo costillas de cerdo con Barry Seaman, en el que recopilaba todas las recetas que conocía de costillas de cerdo, generalmente a la plancha o a la barbacoa, añadiendo datos curiosos o extravagantes sobre el sitio en donde había aprendido la receta y quién y en qué circunstancia se la había enseñado. La mejor parte del libro eran las costillas de cerdo con puré de patata o de manzana que había hecho en la cárcel, la forma de conseguir las materias primas, la forma de cocinar en un lugar donde no lo dejaban, entre tantas otras cosas, cocinar. El libro no fue un éxito pero puso otra vez en circulación a Seaman y apareció en algunos programas de televisión de la mañana, cocinando en directo algunas de sus famosas recetas. Ahora su nombre había vuelto a caer en el olvido, pero él seguía dictando sus conferencias y viajando por todo el país, a veces a cambio de un billete de ida y vuelta y trescientos dólares.

Junto a la mesa en donde escribía y donde ambos se sentaron a tomar el café, había un cartel en blanco y negro en el que aparecían dos jóvenes con chaquetas negras y boinas negras y gafas negras. Fate sintió un escalofrío, pero no por el cartel sino por lo mal que se sentía, y tras beber el primer sorbo le preguntó si uno de aquellos muchachos era él. Así es, dijo Seaman.

Preguntó cuál de los dos. Seaman sonrió. No tenía ni un solo diente.

– Es difícil decirlo, ¿verdad?

– No lo sé, no me siento muy bien, si me sintiera mejor seguro que lo adivinaría -dijo Fate.

– El de la derecha, el más bajito -dijo Seaman.

– ¿Quién es el otro? -dijo Fate.

– ¿Seguro que no lo sabes?

Volvió a mirar el cartel durante un rato.

– Es Marius Newell -dijo Fate.

– Así es -dijo Seaman.

Seaman se puso una chaqueta. Después entró en la habitación y cuando volvió a salir llevaba un sombrero de ala corta de color verde oscuro. De un vaso que estaba en el baño en penumbra sacó su dentadura postiza y se la encajó con cuidado.

Fate lo observó desde la sala. Se enjuagó los dientes con un líquido rojo, escupió sobre el lavamanos, volvió a enjuagarse la boca y dijo que ya estaba listo.

Partieron en el coche alquilado hasta el parque Rebeca Holmes, a unas veinte manzanas de allí. Como aún tenían tiempo detuvieron el coche a un lado del parque y se dedicaron a conversar mientras estiraban los pies. El parque Rebeca Holmes era grande y en la parte central, protegido por una valla semidestrozada, había un espacio dedicado a los juegos infantiles llamado Memorial Temple A. Hoffman, en donde no vieron a ningún niño jugando. De hecho, el espacio infantil, salvo por un par de ratas que al verlos echaron a correr, estaba totalmente vacío. Junto a una arboleda de robles se alzaba una pérgola de trazado vagamente oriental, como una iglesia ortodoxa rusa en miniatura. Del otro lado de la pérgola se oía música de rap.

– Detesto esta mierda -dijo Seaman-, eso que quede claro en tu artículo.

– ¿Por qué? -dijo Fate.

Avanzaron hacia la pérgola y vieron junto a ésta el lecho de un estanque ahora completamente seco. Sobre el barro seco habían quedado las huellas congeladas de unas zapatillas Nike.

Fate pensó en los dinosaurios y volvió a sentirse mareado. Rodearon la pérgola. En el otro lado, junto a unos matojos, vieron en el suelo el radiocasete de donde salía la música. No había nadie alrededor. Seaman dijo que no le gustaba el rap porque la única salida que ofrecía era el suicidio. Pero ni siquiera un suicidio con sentido. Ya sé, dijo, ya sé. Es difícil imaginar un suicidio con sentido. No suele haberlo. Aunque yo he visto o he estado cerca de dos suicidios con sentido. Eso creo. Tal vez me equivoque, dijo.

– ¿De qué manera el rap aboga por el suicidio? -dijo Fate.

Seaman no le contestó y lo condujo por un atajo entre los árboles, desde donde salieron a un prado. En la acera tres niñas jugaban a saltar la cuerda. La canción que cantaban le pareció singular en grado extremo. Decía algo sobre una mujer a la que le habían amputado las piernas y los brazos y la lengua. Decía algo sobre el alcantarillado de Chicago y sobre el jefe del alcantarillado o un empleado público llamado Sebastian D’Onofrio y luego venía un estribillo que repetía Chi-Chi-Chi-Chicago.

Decía algo sobre el influjo de la luna. Después a la mujer le crecían piernas de madera y brazos de alambre y una lengua hecha de hierbas y plantas trenzadas. Totalmente despistado, preguntó por su coche y el viejo le contestó que estaba al otro lado del parque Rebeca Holmes. Cruzaron la calle hablando de deportes.

Anduvieron cien metros y entraron en una iglesia.

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