Se podría decir que fuimos nosotros los que les allanamos el camino a Kissinger y Nixon. Y así podía estar con Lou durante tres horas, él pidiéndome que le hablara de los tipos a los que yo había matado por la espalda, y yo hablándole de los políticos y de los países que había conocido. Hasta que por fin me lo pude sacar de encima, a base de paciencia cristiana, y desde entonces no lo he vuelto a ver más. Probablemente Lou murió de cirrosis. Y mi vida siguió hacia adelante, con los mismos sobresaltos y la misma sensación de provisionalidad. Entonces, un día cualquiera, recordé que había algo que no había olvidado.
No me había olvidado de cocinar. No me había olvidado de mis chuletas de cerdo. Con la ayuda de mi hermana, que era una santa y a la que le encantaba hablar de estas cosas, fui anotando todas las recetas que recordaba, las de mi madre, las que había hecho en la cárcel, las que los sábados hacía en casa, en la azotea de casa, para mi hermana, aunque ella, he de decirlo, no era muy aficionada a la carne. Y cuando tuve el libro completo fui a Nueva York a ver a algunos editores y uno de ellos se interesó y el resto vosotros ya lo conocéis. El libro me puso en circulación otra vez. Aprendí a combinar la gastronomía con la memoria. Aprendí a combinar la gastronomía con la historia.
Aprendí a combinar la gastronomía con mi agradecimiento y mi perplejidad por la bondad de tanta gente, empezando por mi difunta hermana y siguiendo por tantas personas. Y aquí permítanme que haga una precisión. Cuando digo perplejidad, quiero decir, también, maravilla. Es decir, una cosa extraordinaria que causa admiración. Como la flor de la maravilla, o como las azaleas, o como las siemprevivas. Pero también me di cuenta de que esto no bastaba. No podía vivir siempre con mis famosas y riquísimas recetas de costillas. No dan para tanto las costillas. Hay que cambiar. Hay que revolverse y cambiar. Hay que saber buscar aunque uno no sepa qué es lo que busca. Así que ya pueden ir sacando, los que estén interesados, lápiz y papel, pues les voy a dictar otra receta. Es la del pato a la naranja.
No es recomendable para comer cada día, porque no es barato y además su elaboración no debe ser inferior a una hora y media, pero una vez cada dos meses o cuando se celebra un cumpleaños, no está mal. Éstos son los ingredientes para cuatro personas. Un pato de un kilo y medio, veinticinco gramos de mantequilla, cuatro dientes de ajo, dos vasos de caldo, un ramillete de hierbas, una cucharada de tomate concentrado, cuatro naranjas, cincuenta gramos de azúcar, tres cucharadas de brandy, tres cucharadas de vinagre, tres cucharadas de jerez, pimienta negra, aceite y sal. Luego Seaman explicó las diferentes fases de la preparación y cuando hubo terminado de explicarlas sólo dijo que aquel pato era una excelente comida.
ESTRELLAS. Dijo que uno conocía muchas clases de estrellas o que uno creía conocer muchas clases de estrellas. Habló de las estrellas que se ven por la noche, digamos, cuando uno va de Des Moines a Lincoln por la 80 y el coche se estropea, nada grave, el aceite o el radiador, tal vez una rueda pinchada, y uno se baja y saca el gato y la rueda de repuesto del maletero y cambia la rueda, en el peor de los casos media hora, y cuando ha terminado mira hacia arriba y ve el cielo cubierto de estrellas.
La Vía Láctea. Habló de las estrellas del deporte. Ésas son otra clase de estrellas, dijo, y las comparó con las estrellas de cine, aunque precisó que la vida de una estrella del deporte solía ser bastante más corta que la vida de una estrella de cine. La de una estrella del deporte, en el mejor de los casos, solía durar quince años, mientras la vida de una estrella de cine, también en el mejor de los casos, podía durar cuarenta o cincuenta años si había empezado joven la carrera. Por el contrario, la vida de cualquiera de las estrellas que uno podía contemplar a un lado de la 80, mientras viajaba de Des Moines a Lincoln, solía durar millones de años o bien, en el momento de contemplarla, podía haber muerto hacía ya millones de años y el viajero que la contemplaba ni siquiera lo sospechaba. Podía tratarse de una estrella viva o podía tratarse de una estrella muerta. En ocasiones, según se lo mirara, dijo, ese asunto carecía de importancia, pues las estrellas que uno ve de noche viven en el reino de la apariencia. Son apariencia, de la misma manera en que son apariencia los sueños. De tal manera que el viajero de la 80 al que se le acaba de reventar un neumático no sabe si lo que contempla en la inmensa noche son estrellas o si, por el contrario, son sueños. De alguna forma, dijo, ese viajero detenido también es parte de un sueño, un sueño que se desgaja de otro sueño así como una gota de agua se desgaja de una gota de agua mayor a la que llamamos ola. Llegado a este punto Seaman advirtió que una cosa es una estrella y otra cosa es un meteorito.