Tapó el botellín y volvió a dejarlo en el minibar. Al cabo de un rato se quedó dormido con la tele encendida.
Mientras Fate dormía dieron un reportaje sobre una norteamericana desaparecida en Santa Teresa, en el estado de Sonora, al norte de México. El reportero era un chicano llamado Dick Medina y hablaba sobre la larga lista de mujeres asesinadas en Santa Teresa, muchas de las cuales iban a parar a la fosa común del cementerio pues nadie reclamaba sus cadáveres.
Medina hablaba en el desierto. Detrás se veía una carretera y mucho más lejos un promontorio que Medina señalaba en algún momento de la emisión diciendo que aquello era Arizona.
El viento despeinaba el pelo negro y liso del reportero, que iba vestido con una camisa de manga corta. Después aparecían algunas fábricas de montaje y la voz en off de Medina decía que el desempleo era prácticamente inexistente en aquella franja de la frontera. Gente haciendo cola en una acera estrecha. Camionetas cubiertas de polvo muy fino, de color marrón caca de niño. Depresiones del terreno, como cráteres de la Primera Guerra Mundial, que poco a poco se convertían en vertederos.
El rostro sonriente de un tipo de no más de veinte años, flaco y moreno, de mandíbulas prominentes, a quien Medina identificaba en off como pollero o coyote o guía de ilegales de un lado a otro de la frontera. Medina decía un nombre. El nombre de una joven. Después aparecían las calles de un pueblo de Arizona de donde la joven era originaria. Casas con jardines raquíticos y cercas de alambre trenzado de color plata sucia. El rostro compungido de la madre. Cansada de llorar. El rostro del padre, un tipo alto, de espaldas anchas, que miraba fíjamente a la cámara y no decía nada. Detrás de estas dos figuras se perfilaban las sombras de tres adolescentes. Nuestras otras tres hijas, decía la madre en un inglés con acento. Las tres niñas, la mayor de no más de quince años, echaban a correr hacia la sombra de la casa.
Mientras por la tele pasaban este reportaje Fate soñó con un tipo sobre el que había escrito una crónica, la primera crónica que publicó en
Cuando lo conoció ya no quedaba ni un solo comunista en Brooklyn, pero el tipo seguía manteniendo operativa su célula.
¿Cómo se llamaba? Antonio Ulises Jones, aunque los jóvenes de su barrio lo llamaban Scottsboro Boy. También lo llamaban Viejo Loco o Saco de Huesos o Pellejo, pero por regla general lo llamaban Scottsboro Boy, entre otras razones porque el viejo Antonio Jones hablaba a menudo de los sucesos de Scottsboro, de los juicios de Scottsboro, de los negros que estuvieron a punto de ser linchados en Scottsboro y de los que nadie, en su barrio de Brooklyn, se acordaba.
Cuando Fate, por pura casualidad, lo conoció, Antonio Jones debía de tener unos ochenta años y vivía en un apartamento de dos habitaciones en una de las zonas más depauperadas de Brooklyn. En la sala había una mesa y más de quince sillas, de esas viejas sillas de bar plegables, de madera y patas largas y respaldo corto. En la pared estaba colgada la foto de un tipo muy grande, de un par de metros, por lo menos, vestido como un obrero de la época, en el momento de recibir un diploma escolar de manos de un niño que miraba directamente a la cámara y sonreía mostrando una dentadura blanquísima y perfecta.
El rostro del obrero gigantesco también, a su manera, parecía el de un niño.
– Ése soy yo -le dijo Antonio Jones a Fate la primera vez que éste fue a su casa-, y el grandullón es Robert Martillo Smith, obrero de mantenimiento del municipio de Brooklyn, experto en meterse dentro de las alcantarillas y luchar con cocodrilos de diez metros.
Durante las tres charlas que mantuvieron, Fate le hizo muchas preguntas, algunas destinadas a removerle la conciencia al viejo. Le preguntó por Stalin y Antonio Jones le respondió que Stalin era un hijo de puta. Le preguntó por Lenin y Antonio Jones le respondió que Lenin era un hijo de puta. Le preguntó por Marx y Antonio Jones le respondió que por ahí, precisamente, tenía que haber empezado: Marx era un tipo magnífico.