Oyó que Guadalupe Roncal le decía algo a Rosa y que ésta le contestaba. El sueño lo alcanzó y se vio a sí mismo durmiendo plácidamente en el sofá de la casa de su madre, en Harlem, con la tele encendida. Dormiré media hora, se dijo, y luego volveré al trabajo. Tengo que escribir la crónica del combate de boxeo.
Tengo que conducir toda la noche. Cuando amanezca todo habrá concluido.
Al dejar atrás la frontera los pocos turistas que vieron por las calles de El Adobe parecían dormidos. Una mujer de unos setenta años, con un vestido floreado y zapatillas Nike, estaba arrodillada examinando unas alfombras indias. Tenía pinta de atleta en activo allá por los años cuarenta. Tres niños tomados de la mano contemplaban unos objetos que se exhibían en una vitrina. Los objetos se movían imperceptiblemente, pero Fate no pudo saber si eran animales o ingenios mecánicos. Junto a un bar unos tipos con pinta de chicanos y sombreros vaqueros gesticulaban e indicaban direcciones contrapuestas. Al final de la calle había unos galpones de madera y contenedores de metal en la acera y más allá estaba el desierto. Todo esto es como el sueño de otro, pensó Fate. A su lado, la cabeza de Rosa reposaba delicadamente sobre el asiento y sus grandes ojos permanecían fijos en algún punto del horizonte. Fate observó sus rodillas, que le parecieron perfectas, y luego sus caderas y luego sus hombros y sus omóplatos, que parecían tener vida propia, una vida oscura, suspendida, que asomaba sólo de tanto en tanto.
Después se concentró en conducir. La carretera que salía de El Adobe se internaba en una especie de remolino de colores ocres.
– ¿Qué le habrá pasado a Guadalupe Roncal? -dijo Rosa con voz de sonámbula.
– A esta hora debe estar volando rumbo a su casa -dijo Fate.
– Qué raro -dijo Rosa.
La voz de Rosa lo despertó.
– Escucha -le dijo.
Fate abrió los ojos, pero no oyó nada. Guadalupe Roncal se había levantado y ahora estaba junto a ellos, los ojos muy abiertos, como si sus peores pesadillas se hubieran materializado.
Fate se acercó a la puerta y la abrió. Tenía una pierna acalambrada y todavía no conseguía despertarse del todo. Vio un pasillo y al final del pasillo una escalera de cemento sin revocar, como si los albañiles la hubieran dejado a medias. El pasillo estaba débilmente iluminado.
– No vayas -oyó que le decía Rosa.
– Larguémonos de esta trampa -sugirió Guadalupe Roncal.
Un funcionario de prisiones apareció por el fondo del pasillo y se dirigió a ellos. Fate mostró su credencial de periodista.
El funcionario asintió con la cabeza, sin mirar la credencial, y le sonrió a Guadalupe Roncal, que permanecía asomada a la puerta. Después el funcionario cerró la puerta y dijo algo sobre una tormenta. Rosa se lo tradujo al oído. Una tormenta de arena o una tormenta de lluvia o una tormenta de electricidad.
Nubes altas que bajaban de la sierra y que no descargarían sobre Santa Teresa pero que contribuían a ennegrecer el panorama.
Una mañana de perros. Los reclusos siempre se ponen nerviosos, dijo el funcionario. Era un tipo joven, con un bigotito ralo, tal vez un poco gordo para su edad, y que se notaba que no le gustaba su trabajo. Ahora traen al asesino.
Hay que hacer caso a las mujeres. Lo mejor es no desoír los temores de las mujeres. Algo así, recordó Fate, decía su madre o la difunta señorita Holly, la vecina de su madre, cuando ambas eran jóvenes y él era un niño. Por un instante imaginó una balanza, semejante a la balanza que tiene en sus manos la justicia ciega, sólo que en lugar de dos platillos esta balanza tenía dos botellas o algo que parecía dos botellas. La, llamémosla así, botella de la izquierda era transparente y estaba llena de arena del desierto. Tenía varios agujeros por donde se escapaba la arena.
La botella de la derecha estaba llena de ácido. Ésta no tenía ningún agujero, pero el ácido se estaba comiendo la botella desde dentro. Durante el camino hacia Tucson Fate fue incapaz de reconocer nada de lo que había visto unos días atrás, cuando recorrió el mismo camino en sentido contrario. Lo que antes era mi derecha ahora es mi izquierda y ya no consigo tener ni un solo punto de referencia. Todo borrado. Cerca del mediodía se detuvieron en una cafetería a un lado de la carretera. Un grupo de mexicanos con pinta de braceros desocupados los observaron desde la barra. Tomaban agua mineral y refrescos de la zona cuyos nombres y botellas a Fate le parecieron rarísimos.
Empresas nuevas que no tardarían en desaparecer. La comida era mala. Rosa tenía sueño y cuando volvieron al coche se quedó dormida. Fate recordó las palabras de Guadalupe Roncal.
Nadie presta atención a estos asesinatos, pero en ellos se esconde el secreto del mundo. ¿Lo dijo Guadalupe Roncal o lo dijo Rosa? Por momentos, la carretera era similar a un río. Lo dijo el presunto asesino, pensó Fate. El jodido gigante albino que apareció junto con la nube negra.