A veces volvía la cabeza y contemplaba brevemente a Rosa durmiendo. Pero a la tercera o cuarta vez comprendió que no le hacía falta volverse. Simplemente, ya no era necesario. Durante un segundo pensó que nunca más iba a sentir sueño. De pronto, mientras seguía la estela de los faros traseros de dos camiones que parecían enfrascados en una carrera, sonó el teléfono.
Al descolgar oyó la voz del recepcionista y supo en el acto que era eso lo que había estado esperando.
– Señor Fate -dijo el recepcionista-, me acaban de llamar preguntándome si usted estaba alojado aquí.
Le preguntó quién lo había llamado.
– Un policía, señor Fate -dijo el recepcionista.
– ¿Un policía? ¿Un policía mexicano?
– Acabo de hablar con él. Quería saber si usted era huésped nuestro.
– ¿Y tú qué le has dicho? -dijo Fate.
– La verdad, que usted había estado aquí, pero que ya se había marchado -dijo el recepcionista.
– Gracias -dijo Fate, y colgó.
Despertó a Rosa y le dijo que se pusiera los zapatos. Guardó las pocas cosas que había desempacado y metió la maleta en el portaequipajes. Afuera hacía frío. Cuando volvió a entrar en la habitación Rosa se estaba peinando en el baño y Fate le dijo que no tenían tiempo para eso. Subieron al coche y se dirigieron a la recepción. El recepcionista estaba de pie y con la punta de la camisa limpiaba sus gafas de miope. Fate sacó un billete de cincuenta dólares y se lo pasó por encima del mostrador.
– Si vienen di que me marché a mi país -le dijo.
– Vendrán -dijo el recepcionista.
Al enfilar hacia la carretera le preguntó a Rosa si llevaba su pasaporte encima.
– Por supuesto que no -dijo Rosa.
– La policía me está buscando -dijo Fate, y le contó lo que el recepcionista le había dicho.
– ¿Y tú por qué estás tan seguro de que es la policía? -dijo Rosa-. Tal vez es Corona, tal vez es Chucho.
– Sí -dijo Fate-, tal vez es Charly Cruz o tal vez Rosita Méndez fingiendo voz de hombre, pero no pienso quedarme para averiguarlo.
Dieron una vuelta por la calle para comprobar si los esperaban, pero todo estaba tranquilo (una tranquilidad de azogue o de algo que preludiaba el azogue de un amanecer en la frontera), y a la segunda vuelta estacionaron el coche debajo de un árbol, enfrente de la casa de un vecino. Durante un rato permanecieron en el interior, atentos a cualquier señal, a cualquier movimiento. Al cruzar la calle se cuidaron de hacerlo por un lugar a salvo de la luz de las farolas. Después saltaron la verja y se dirigieron directamente al patio trasero. Mientras Rosa buscaba las llaves Fate vio el libro de geometría que colgaba de uno de los tendederos. Sin pensarlo se acercó y lo tocó con las yemas de los dedos. Luego, no porque le interesara saberlo sino para rebajar la tensión, le preguntó a Rosa qué significaba
– Es curioso que alguien cuelgue un libro como si fuera una camisa -murmuró.
– Son cosas de mi padre.
La casa, aunque compartida por el padre y la hija, tenía un aire claramente femenino. Olía a incienso y tabaco rubio. Rosa encendió una lámpara y durante un rato se dejaron caer en los sillones, cubiertos con mantas mexicanas multicolores, sin pronunciar palabra. Después Rosa hizo café y mientras estaba en la cocina Fate vio aparecer por una puerta a Óscar Amalfitano, descalzo y despeinado, vestido con una camisa blanca muy arrugada y pantalones vaqueros, como si hubiera dormido sin quitarse la ropa. Por un momento ambos se miraron sin pronunciar una palabra, como si estuvieran dormidos y sus sueños hubieran confluido en un territorio común, ajeno, sin embargo, a todo sonido. Fate se levantó y dijo su nombre. Amalfitano le preguntó si no sabía hablar español. Fate pidió perdón y sonrió y Amalfitano repitió la pregunta en inglés.
– Soy amigo de su hija -dijo Fate-, ella me invitó a entrar.