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Un narcotraficante, pensó Juan de Dios Martínez, aunque como el tipo estaba de espaldas no lo supo reconocer. La sacrofobia es el miedo o la aversión a lo sagrado, a los objetos sagrados, particularmente a los de tu propia religión, dijo Elvira Campos. Pensó en poner el ejemplo de Drácula, que huía de los crucifijos, pero supuso que la directora se reiría de él. ¿Y usted cree que el Penitente sufre de sacrofobia? He estado pensando y creo que sí. Hace un par de días destripó a un cura y a otra persona, dijo Juan de Dios Martínez. El tipo del acordeón era muy joven, no más de veinte años, y también era redondo como una manzana. Sus gestos, sin embargo, eran los de un hombre de más de veinticinco, salvo cuando sonreía, algo que hacía a menudo, y entonces uno se daba cuenta de golpe de su juventud y de su inexperiencia. El cuchillo no lo lleva para hacerle daño a nadie, a ningún ser vivo, quiero decir, sino para destrozar las imágenes que encuentra en las iglesias, dijo la directora.

¿Nos tuteamos?, le preguntó Juan de Dios Martínez.

Elvira Campos sonrió y movió la cabeza afirmativamente. Es usted una mujer muy atractiva, dijo Juan de Dios Martínez.

Delgada y atractiva. ¿A usted no le gustan las mujeres delgadas?, dijo la directora. La violinista era más alta que el acordeonista e iba vestida con una blusa negra y unas mallas negras.

Tenía el pelo lacio y largo hasta la cintura y a veces cerraba los ojos, sobre todo en las partes donde el acordeonista, además de tocar, cantaba. Lo más triste de todo, pensó Juan de Dios Martínez, era que el narcotraficante o la espalda trajeada del supuesto narco apenas se fijaba en ellos, ocupado en conversar con un tipo con perfil de mangosta y con una fulana con perfil de gata. ¿No nos tuteábamos?, dijo Juan de Dios Martínez. Así es, dijo la directora. ¿Y usted está segura de que el Penitente padece sacrofobia? La directora le dijo que había estado mirando los archivos del manicomio por si encontraba a algún antiguo paciente con un cuadro similar al del Penitente. El resultado fue cero. Por la edad que usted dice que tiene, yo aseguraría que ha estado antes internado en un centro psiquiátrico. El muchacho del acordeón, de pronto, se puso a zapatear. Desde donde estaban no lo oían, pero hacía visajes con la boca y con las cejas y luego se despeinó con una mano y parecía que se carcajeaba.

La violinista tenía los ojos cerrados. La nuca del narcotraficante se movió. Juan de Dios Martínez pensó que el muchacho por fin había conseguido lo que quería. Probablemente en algún centro psiquiátrico de Hermosillo o Tijuana haya un expediente sobre él. No creo que su cuadro clínico sea muy raro. Tal vez hasta hace poco tomaba tranquilizantes. Tal vez dejó de tomarlos, dijo la directora. ¿Está usted casada, vive con alguien?, preguntó Juan de Dios Martínez con un hilo de voz.

Vivo sola, dijo la directora. Pero usted tiene hijos, vi las fotos de su oficina. Tengo una hija, está casada. Juan de Dios Martínez sintió que algo se liberaba dentro de él y se rió. No me diga que ya la han hecho abuela. Eso no se le dice nunca a una mujer, agente. ¿Qué edad tiene usted?, dijo la directora. Treintaicuatro años, dijo Juan de Dios Martínez. Diecisiete años menos que yo. No parece que tuviera más de cuarenta, dijo el judicial. La directora se rió: hago gimnasia todos los días, no fumo, bebo poco, como sólo cosas sanas, antes salía a correr por las mañanas. ¿Ya no? No, ahora me he comprado una cinta deslizante. Los dos se rieron. Escucho a Bach con auriculares y suelo correr entre cinco y diez kilómetros al día. Sacrofobia. Si les digo a mis compañeros que el Penitente padece sacrofobia me voy a anotar un tanto. El tipo con perfil de mangosta se levantó de la silla y le dijo algo al oído al acordeonista. Luego volvió a sentarse y el acordeonista se quedó con un gesto de disgusto dibujado en los labios. Como un niño a punto de echarse a llorar. La violinista tenía los ojos abiertos y sonreía. El narcotraficante y la tipa con perfil de gata pegaron sus cabezas.

La nariz del narco era grande y huesuda y tenía un aire aristocrático.

¿Pero aristocrático de qué? Salvo los labios, el resto de la cara del acordeonista estaba desencajada. Ondas desconocidas atravesaron el pecho del judicial. Este mundo es extraño y fascinante, pensó.

Hay cosas más raras que la sacrofobia, dijo Elvira Campos, sobre todo si tenemos en cuenta que estamos en México y que aquí la religión siempre ha sido un problema, de hecho, yo diría que todos los mexicanos, en el fondo, padecemos de sacrofobia.

Piensa, por ejemplo, en un miedo clásico, la gefidrofobia.

Es algo que padecen muchas personas. ¿Qué es la gefidrofobia?, dijo Juan de Dios Martínez. Es el miedo a cruzar puentes. Es cierto, yo conocí a un tipo, bueno, en realidad era un niño, que siempre que cruzaba un puente temía que éste se cayera, así que los cruzaba corriendo, lo cual resultaba mucho más peligroso. Es un clásico, dijo Elvira Campos. Otro clásico:

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