La verdad es que el cambio de aires pareció sentarle de maravilla. El cielo de Hermosillo, de un celeste intenso, casi metálico, iluminado desde abajo, contribuyó a levantarle el ánimo de inmediato. La gente, en el aeropuerto y luego en las calles de la ciudad, le pareció simpática, despreocupada, como si estuviera en un país extranjero y sólo viera la parte buena de sus habitantes. En Santa Teresa, cuya impresión fue la de una ciudad industriosa y con poquísimo desempleo, se alojó en un hotel barato del centro, llamado El Oasis, en una calle que aún exhibía el adoquinado de la época de la Reforma, y poco después visitó las redacciones de El Heraldo del Norte
y La Voz de Sonora, y conversó largamente con los periodistas que llevaban el caso del Penitente, quienes le indicaron cómo llegar a las cuatro iglesias profanadas, las que visitó en un solo día, en compañía de un taxista que lo aguardaba en la puerta. Pudo hablar con dos curas, los de las iglesias de San Tadeo y de Santa Catalina, quienes pocos datos aportaron a su investigación, aunque el cura de la iglesia de Santa Catalina le sugirió que abriera bien los ojos, pues el profanador de iglesias y ahora asesino no era, a su juicio, la peor lacra de Santa Teresa. En la policía le facilitaron una copia del retrato robot y consiguió una cita para hablar con Juan de Dios Martínez, el judicial que llevaba el caso. Por la tarde habló con el presidente municipal de la ciudad, quien lo invitó a comer en el restaurante de al lado de la corporación, un restaurante de paredes de piedra que intentaba, sin conseguirlo, cierta semejanza con las edificaciones de la época colonial. La comida, sin embargo, era muy buena, y el presidente municipal y otros dos miembros de la corporación de rangos inferiores se encargaron de hacerla amena contando chismes locales y chistes subidos de tono. Al día siguiente intentó vanamente tener una entrevista con el jefe de la policía, pero a la cita acudió un funcionario, seguramente el encargado de prensa de la policía, un tipo joven salido de la facultad de Derecho hacía poco, que le dio un dossier con todos los datos que un periodista podía necesitar para escribir una crónica sobre el Penitente. El tipo se llamaba Zamudio y no tenía nada mejor que hacer aquella noche que acompañarlo. Cenaron juntos. Luego estuvieron en una discoteca. Sergio González no recordaba haber pisado una desde que tenía diecisiete años. Se lo dijo a Zamudio y éste se rió. Invitaron a beber a unas muchachas. Eran de Sinaloa y por sus ropas uno se daba cuenta enseguida de que eran obreras. Sergio González le preguntó a la que le tocó por pareja si le gustaba bailar y ella respondió que era lo que más le gustaba en la vida. La respuesta le pareció luminosa, sin saber por qué, y también desoladoramente triste. La muchacha a su vez le preguntó qué hacía un chilango como él en Santa Teresa y le dijo que era periodista y que estaba escribiendo un artículo sobre el Penitente. Ella no pareció impresionada con la revelación. Tampoco había leído nunca La Razón, algo que a González le costó creer. En un aparte Zamudio le dijo que podían llevárselas a la cama. El rostro de Zamudio, deformado por la luz estroboscópica, le pareció el de un loco. González se encogió de hombros.Al día siguiente se despertó solo en su hotel con la sensación de haber visto o escuchado algo prohibido. En todo caso, inadecuado, inconveniente. Trató de entrevistar a Juan de Dios Martínez. En el despacho de los judiciales sólo encontró a dos tipos que jugaban a los dados, mientras un tercero los miraba.
Los tres eran judiciales. Sergio González se presentó y luego se sentó en una silla a esperar, pues le dijeron que Juan de Dios Martínez no tardaría en llegar. Los judiciales iban vestidos con chamarras y ropas deportivas. Cada uno de los jugadores tenía una taza con frijoles y a cada tirada de dados extraían unos cuantos frijoles de sus respectivas tazas y los ponían en el centro de la mesa. A González le pareció extraño que unos tipos hechos y derechos apostaran frijoles, pero más extraño le pareció cuando vio que algunos frijoles del centro saltaban. Miró con atención y, en efecto, de tanto en tanto uno, o a veces dos de los frijoles, daba un salto, no muy alto, de unos cuatro centímetros de altura, o de dos centímetros, pero salto al fin y al cabo. Los jugadores no les prestaban atención a los frijoles. Metían los dados, que eran cinco, en el cubilete, movían éste, y de un golpe seco lo dejaban caer sobre la mesa. A cada tirada, propia o del contrario, pronunciaban palabras que González no entendía. Decían: engarróteseme ahí, o metateado, o peladeaje, o combiliado, o biscornieto, o bola de pinole, o despatolado, o sin desperdicio, como si pronunciaran nombres de dioses o los pasos de un misterio que ni ellos entendían pero que todos debían acatar. El judicial que no jugaba movía la cabeza afirmativamente.