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¿Qué te pareció el sentón? En el sueño ni su hermano ni él hablaban, pero todos sus gestos eran iguales, la misma forma de caminar, el mismo ritmo, idéntico braceo. Su hermano ya era bastante más alto que él, pero aún se parecían. Después ambos entraban en las calles de Santa Teresa y deambulaban por las aceras y el sueño poco a poco se iba desvaneciendo en una confortable bruma amarilla.

Esa noche Epifanio soñó con el coyote hembra que había quedado tirado en el borde de la carretera. En el sueño él estaba sentado a pocos metros, sobre una piedra de basalto, contemplando la oscuridad, muy atento, y escuchaba los gemidos del coyote que tenía el interior destrozado. Probablemente ya sabe que ha perdido a su cachorro, pensaba Epifanio, pero en lugar de levantarse y descerrajarle un certero tiro en la cabeza se quedaba sentado sin hacer nada. Luego se vio conduciendo el coche de Pedro Negrete por una larga pista que iba a morir en los faldeos erizados de rocas puntiagudas de las montañas. No llevaba ningún pasajero. No sabía si había robado el coche o si el jefe de policía se lo había prestado. La pista era recta y podía alcanzar sin mayor problema los doscientos kilómetros por hora, aunque cada vez que aceleraba oía un ruido irregular, debajo de la carrocería, como si algo saltara. Detrás se levantaba una enorme cola de polvo, como la cola de un coyote alucinógeno.

Las montañas, sin embargo, parecían igual de lejos, por lo que Epifanio frenó y se bajó a examinar el coche. A primera vista todo estaba bien. La suspensión, el motor, la batería, los ejes. De pronto, con el coche detenido, escuchó otra vez los golpes y se dio la vuelta. Abrió el maletero. Allí había un cuerpo.

Estaba atado de pies y de manos. Un trapo negro le cubría toda la cabeza. Qué chingados es esto, gritaba Epifanio en el sueño. Tras comprobar que aún seguía con vida (su pecho subía y bajaba, tal vez con demasiada violencia, pero subía y bajaba) cerró la puerta del maletero sin atreverse a quitarle el trapo negro de la cara y ver quién era. Volvió a subirse al coche, que dio un brinco con el primer acelerón. En el horizonte las montañas parecían estar quemándose o deshaciéndose, pero él siguió avanzando hacia ellas.

Esa noche Lalo Cura durmió bien. La litera era demasiado blanda, pero cerró los ojos y empezó a pensar en su nuevo trabajo y poco después se durmió. Sólo en una ocasión había estado antes en Santa Teresa, acompañando a unas viejas yerbateras que iban al mercado municipal. Ya casi no se acordaba de aquel viaje pues entonces era muy pequeño. Tampoco ahora había visto mucho. Las luces de las carreteras de acceso y después un barrio de calles oscuras y después un barrio de grandes casas protegidas por altas bardas envidriadas. Y más tarde otra carretera, en dirección este, y los ruidos del campo. Durmió en un bungalow junto a la casa del jardinero, en una litera que había en una esquina y que no ocupaba nadie. La manta con la que se tapó olía a sudor rancio. No había almohada. Sobre la litera había un montón de revistas de mujeres desnudas y periódicos viejos que depositó debajo de la cama. A la una de la mañana entraron los dos que ocupaban las literas de al lado. Ambos vestían trajes y llevaban corbatas anchas y botas rancheras de fantasía. Encendieron la luz y lo miraron. Uno de ellos dijo: es un escuincle. Sin abrir los ojos Lalo los olió. Olían a tequila y a chilaquiles y a arroz con leche y a miedo. Después se quedó dormido y no soñó con nada. A la mañana siguiente encontró a los dos tipos sentados a la mesa, en la cocina de la casa del jardinero. Comían huevos y fumaban. Se sentó junto a ellos y se tomó un jugo de naranja y un café solo y no quiso comer nada. El encargado de la seguridad de Pedro Rengifo era un irlandés al que llamaban Pat y fue él quien hizo las presentaciones formales. Los tipos no eran de Santa Teresa ni de los alrededores.

El más corpulento de ellos era del estado de Jalisco. El otro era de Ciudad Juárez, en Chihuahua. Lalo los miró a los ojos y no tuvo la impresión de que fueran pistoleros sino dos cobardes. Cuando terminó de desayunar el encargado de la seguridad lo llevó hasta la parte más retirada del jardín y le entregó una pistola Desert Eagle calibre 50 Magnum. Le preguntó si sabía usarla. Dijo que no. El encargado le puso un cargador de siete tiros a la pistola y luego buscó entre la maleza unas latas que puso sobre el techo de un coche sin ruedas. Durante un rato ambos estuvieron disparando. Después el encargado le explicó cómo se cargaba una pistola, cómo se le ponía el seguro, en dónde uno tenía que llevarla. Le dijo que su trabajo consistía en velar por la seguridad de la señora Rengifo, la mujer del patrón, y que tendría que trabajar con los dos que ya había conocido.

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