Le preguntó si sabía cuánto iba a cobrar. Le informó de que pagaban cada quince días, que él en persona se encargaba de eso y que por ese lado no iba a tener quejas. Le preguntó su nombre. Lalo Cura, dijo Lalo. El irlandés ni se rió ni lo miró raro ni creyó que se estaba burlando de él, sino que anotó el nombre en una libretita negra que llevaba en el bolsillo trasero de sus bluejeans y dio por terminado el encuentro. Antes de despedirse le dijo que él se llamaba Pat O’Bannion.
En septiembre se encontró a otra muerta. Estaba en el interior de un coche en el fraccionamiento Buenavista, a espaldas de la colonia Lindavista. El lugar era solitario. Sólo había una casa prefabricada que servía de oficina para los vendedores de terrenos. El resto del fraccionamiento estaba a mitad de camino entre el baldío y unos cuantos árboles enfermos, con los troncos pintados de blanco, únicos supervivientes de un antiguo prado y bosque alimentado por las aguas freáticas que allí se acumulaban. Los domingos era el día en que más gente pululaba por el fraccionamiento. Familias enteras u hombres de negocio que iban a ver los terrenos, sin manifestar demasiado entusiasmo, pues los lotes más interesantes ya estaban vendidos aunque aún nadie había empezado a edificar. El resto de la semana las visitas eran concertadas y a las ocho de la noche ya no quedaba nadie en el fraccionamiento, salvo alguna bandada de niños o de perros que bajaban de la colonia Maytorena y que ya no sabían cómo volver a subir. El hallazgo lo realizó uno de los vendedores. Llegó a las nueve de la mañana al fraccionamiento y aparcó en el lugar de costumbre, junto a la casa prefabricada. Cuando ya estaba a punto de entrar distinguió el otro coche estacionado en un lote que aún no estaba vendido, justo debajo de un promontorio, lo que hasta ese momento lo había mantenido oculto. Creyó que se trataba del coche del otro vendedor, pero desechó la idea por absurda, ¿pues quién, pudiendo estacionar al lado de la oficina, iba a dejar su vehículo tan lejos? Por lo que, en lugar de entrar, empezó a caminar en dirección al coche desconocido. Pensó que tal vez se tratara de un borracho que había decidido quedarse a dormir allí o de un viajero perdido, pues el desvío de la carretera del sur no quedaba lejos. Incluso pensó en un comprador impaciente.
El coche, cuando hubo salvado el promontorio (un lote excelente, con buenas vistas y terreno suficiente para construir posteriormente una piscina), le pareció demasiado viejo para ser el de un comprador. En ese momento se inclinó por la idea del borracho y tentado estuvo de dar vuelta atrás, pero entonces vio la cabellera de la mujer reclinada sobre una de las ventanillas traseras y decidió seguir adelante. La mujer llevaba un vestido blanco y no tenía zapatos. Medía cerca de un metro setenta. En la mano izquierda tenía tres anillos de bisutería, en el dedo índice, medio y anular. En la derecha llevaba un par de pulseras de fantasía y dos grandes anillos con piedras falsas. Según el informe forense había sido violada de forma vaginal y anal y luego muerta por estrangulamiento. No portaba consigo ningún documento que acreditara su identidad.
El caso se le encargó al policía judicial Ernesto Ortiz Rebolledo, quien investigó primero entre las putas caras de Santa Teresa a ver si alguien conocía a la muerta, y luego, ante el escaso éxito de sus pesquisas, entre las putas baratas, pero tanto unas como otras dijeron no haberla visto jamás. Ortiz Rebolledo visitó hoteles y pensiones, algunos moteles de las afueras, puso en movimiento a sus soplones sin ningún éxito, y al poco tiempo el caso se cerró.